Las cesiones a los nacionalistas, causa del debilitamiento del español en la UE
Tres lustros después de que Zapatero llevase a Europa las lenguas cooficiales para contentar a los nacionalistas, solo se ha perjudicado al idioma de Cervantes
La gestión de la proyección europea de las lenguas cooficiales en España ha sido un desastre que no ha beneficiado a ninguna y que ha perjudicado claramente al español, en un momento en el que, después de la retirada del Reino Unido, podría reivindicarse como una de las lenguas europeas globales. Quince años después de que el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero metiese con calzador en las instituciones europeas como lengua «de comunicación» al catalán, al euskera y al gallego, la única consecuencia ha sido que el español ha perdido entidad y que prácticamente nadie ha utilizado los mecanismos previstos para usar ninguna de las demás lenguas españolas.
El que era entonces representante permanente de España ante la UE, un diplomático leal y de una profesionalidad acrisolada, que había estado al servicio de gobiernos de distinta orientación política, confesaba entonces en privado que tener que gestionar el encargo de Zapatero había sido «uno de los peores momentos de mi vida profesional, no solo porque es malo para España, sino porque perjudica también a la Unión Europea». En efecto, que Zapatero se empeñase en 2004 y 2005 en complacer a los nacionalistas catalanes llevando la reivindicación lingüística a Bruselas, solo sirvió para disminuir en las estadísticas el peso del español en España y para introducir otras lenguas minoritarias, venidas a complicar aún más el laberinto lingüístico comunitario. Para poder reclamar que los ciudadanos tengan la posibilidad de usar determinada lengua en sus relaciones con las instituciones europeas, lo que había que demostrar es que no podían hacerlo en castellano, que es una de las lenguas oficiales reconocidas. Desde entonces, España aparece en las estadísticas como un país en el que hay un porcentaje de la población cuya lengua materna no es la mayoritaria del país. Los responsables de la Comisión preguntaban entonces si ese diez por ciento de ciudadanos usaban y entendían el castellano y los representantes españoles tuvieron que mentir diciendo que no, para justificar la necesidad de que hubiera que abrir una puerta a las lenguas cooficiales.
En Europa hay varios países en los que una parte de la población habla una lengua diferente de la oficial, pero se trata siempre de la del país vecino. Durante muchos años, los eurodiputados gallegos podían aprovecharse de la proximidad lingüística y geográfica con Portugal para dirigirse al plenario en gallego, de manera que gracias a la simpatía de la cabina de interpretación portuguesa el discurso era traducido al resto de lenguas sin mayor trámite. Una vez que el entonces presidente de la Xunta, el socialista Emilio Pérez
Touriño, quiso emular a los nacionalistas catalanes con su reivindicación galleguista, hasta ese detalle de complicidad ibérica se terminó.
La gestión del Gobierno español también sirvió para que Irlanda pusiera en marcha una cláusula de su tratado de adhesión en la que renunciaba a añadir una lengua oficial propia, el gaélico, teniendo en cuenta que todos sus ciudadanos hablan perfectamente inglés, para no contribuir inútilmente a aumentar el número de lenguas y, por tanto, de traducciones. Puesto que España se empeñaba en añadir no una sino tres (cuatro en realidad porque jurídicamente el Gobierno se vio obligado a incluir como lengua separada el valenciano), Irlanda activó esa opción y desde entonces el gaélico forma parte del catálogo de las 24 lenguas oficiales, a pesar de que es reconocido como lengua materna por apenas medio millón de personas que de todos modos hablan inglés perfectamente.
Traducción no simultánea
Ante la imposibilidad de lograr los objetivos de los nacionalistas, lo único que Zapatero pudo obtener con estas gestiones que rebajaban estadísticamente la importancia del español fue una serie de acuerdos con las distintas instituciones comunitarias que preveían que cualquier ciudadano pudiera dirigirse a ellas en la lengua cooficial de su preferencia pero a través de una fórmula que lo hace perfectamente inútil.
Cuando alguien envía un documento en catalán o en euskera a la Comisión o al Consejo, se le remite al Gobierno español que se encarga de traducirlo y volverlo a enviar a Bruselas redactado en una lengua oficial. Para que un parlamentario pueda intervenir en el pleno en catalán, debe pedirlo con tres meses de antelación y el coste del intérprete es asumido por España. Prácticamente nadie ha usado esos canales y, mientras, los nacionalistas más irredentos prefieren hablar en francés o en inglés, con tal de no hacerlo en español.