El primero que vio venir a los golpistas
En febrero de 1981 Carlos Dávila era el cronista político de ABC. Cuando los golpistas entraron en el Congreso, él estaba en el pasillo tratando de conseguir detalles del nuevo Gobierno. Desde allí fue el primer periodista que vio llegar a Tejero
Alas 12 de la mañana del 22 de febrero de 1981, el capitán Jesús Muñecas le dijo al teniente coronel Antonio Tejero : «Antonio: lo que me dijiste el otro día, ¿por qué no lo hacemos ya?» Contestó Tejero: «Cuanto antes, hay tiempo». A las 11 de la mañana del día 23 de febrero de 1981, el teniente V.M.R del Cuartel de Artillería 111 de Vicálvaro recibió la orden de subirse a una pieza perfectamente dotada con esta consigna: «Todos preparados para esta tarde». A las 16 horas de ese mismo día, un periodista de Radiotelevisión Española de Prado del Rey comunicó a sus colegas: «Preparaos porque esta tarde va a ver movimiento y lío de los gordos en Congreso de los Diputados». Por la mañana, a una hora indeterminada, Tejero en la cantina de la Agrupación de Automovilismo de Príncipe de Vergara preguntó a unos oficiales de la Guardia Civil: «¿Y, Vicente Gómez (por el oficial Vicente Gómez Iglesias) dónde está?» «Sufre un cólico renal», le replicaron. Gómez Iglesias era uno de los hombres de confianza del comandante Cortina en el Centro Superior de Investigaciones de la Defensa, ayer Cesid, hoy CNI.
Todos en el «ajo»
Al parecer, el único que no conocía los preparativos del golpe confuso que dirigían los generales Miláns del Bosch y Armada, era el coronel Narciso Carreras, precisamente el jefe del Cesid. Tras la derrota de la involución, Carreras llegó un día al Parlamento acompañando al exministro de Defensa, Agustín Rodríguez Sahagún. Un mínimo grupo de periodistas nos echamos encima de él: «Coronel –le interrogamos– ¿sabía usted lo que iba a pasar aquí?» Sin pensarlo mucho el hombre respondió: «Si lo hubiera sabido, ¿creen que lo hubiera permitido?» No le apretamos más. Años más tarde este cronista mantuvo una conversación de seis horas con el comandante Cortina, agente del Centro y compañero de promoción del Rey Don Juan Carlos. Sobre Carreras dijo: «Vamos a dejar eso». Al margen de ello, Cortina, una mezcla de sujeto inabordable y de militar ufano, hizo una confesión que podría resumir toda la entraña, la verdad, de lo que fue y supuso aquel golpe de Estado. Me dijo El Culebra, que así le llamaban en los Servicios de Información: «Fue un disparo perdido que se cargó otras operaciones».
Cortina jugaba a la yenka paso atrás, paso adelante. «Estuve dentro desde fuera para saber lo que pasaba allí», relataba. Lo cierto es que un miembro del Cesid, no sé a ciencia cierta si colaborador de Cortina o guardaespaldas del comandante, presenció en el Hotel Cuzco de Madrid, cómo su jefe presentaba a Alfonso Armada y a Antonio Tejero. En una ocasión pregunté ingenuamente al entonces jefe de la Casa de Su Majestad el Rey, el general Sabino Fernández Campo: «¿Estaba Cortina en el ajo?». Su contestación fue entre chusca y sugestiva: «Olía a ajo, eso sí». Esta revelación no le gustará con certeza al militar que aún está en activo trabajando en publicaciones relacionadas con la seguridad.
¿La solución? Un general
Mi testimonio personal es el siguiente: el personaje que me proporcionó el encuentro con Cortina en un restaurante de la Calle Hermosilla de Madrid, fue un viejo conocido mío, siempre al tanto de las interioridades de ETA, que un día se presentó en la antigua Casa de ABC, creía yo que para contarme algún pormenor de la banda y sus actividades. No fue así: comentamos con largueza la situación política y en un momento dado, me largó una confesión que me dejó atónito: «Esto ya no tiene más solución que un general» Una información como esa no me pertenecía en absoluto, así que fue trasladada a un directivo –no diré el nombre– de la Casa que atentamente me comunicó que el tema se iba a estudiar. Así quedó la cosa.
Luego, la tarde del 24 de febrero en las propias Cortes, un colaborador de
Leopoldo Calvo Sotelo, nuevo presidente del Gobierno, me enseñó un extraño papel en el que figuraban una pléyade de personajes al parecer susceptibles de ser ministros en el Gobierno de Armada. No le hice caso, pero pensé rápidamente en su relación con el episodio que acabo de relatar. Por una sola razón: aquel visitante de ABC, aparte de lo señalado, me informó traviesamente de esto: «Hay unos cuantos periodistas como tú que ya saben de esto». Días después el periódico me pidió que fuera a ver al ministro Sahagún, molesto por algunas informaciones que no le dejaban precisamente en buen lugar. Sahagún, correcto pero cortante, hizo un reproche de entrada. «No te metas conmigo porque sienta mal aquí» («aquí»era el Cuartel General del Ejército de la Calle Prim). A continuación me ofreció tres revelaciones «que te tienes que llevar a la tumba». La primera, vinculada con lo narrado fue esta: «Es cierto que puede haber periodistas que saben de la posible involución, otra cosa es que estén ella, aunque de algunos no me extrañaría nada», La segunda, más relevante; me enseñó casi de soslayo unos folios y me informó: «Este es el documento que llamamos «de los espontáneos», su firmante el teniente coronel Monzón (luego jefe de Prensa del ministro Oliart) cuenta una operación ‘a la turca’ que ya hemos frustrado». Finalmente, enormemente circunspecto gritó con su voz atiplada de costumbre: «He oído que yo estoy implicado en estas cosas; si me pasa algo, te autorizo a que se lo digas a mi familia y tome en acciones judiciales contra los canallas».
«En el nombre de Milans»
La conclusión es que «esto» lo sabía casi todo el mundo. Incluso estaban al tanto un grupúsculo de jóvenes franquistas (algunos de ellos implicados en la matanza de Atocha) que media ahora antes de que Tejero asaltara el Congreso, se dirigieron a la sede de Fuerza Nueva en Núñez de Balboa al grito estúpido de «Allí reparten armas». Mentira, falso, allí no sabían nada. Su jefe, el notario y diputado Blas Piñar estaba en el Congreso. Cuando entró Tejero y empezó a disparar, –ocho extensos segundos de tiroteo– uno de los guardias se colocó tras el escaño de Piñar y le dijo: «No se preocupe, márchese si quiere, a usted no le va a pasar nada». Lo cierto es que Tejero y sus fuerza entraron el Parlamento, mandaron al suelo de un mandoble al comisario del mismo, un pacífico policía cuya única arma era una ‘pipa’, y a continuación exclamó: «¡En nombre del teniente general Miláns del Bosch!», y disparó al techo. Estaba delante, también fui derribado por los guardias.