«Fui como un cordero al matadero»
Tanto el príncipe de Gales como su prometida se dejaron llevar a un enlace sobre el que ambos tenían serias dudas y cuyas fatales consecuencias todavía persisten
Acomienzos de los ochenta, el Reino Unido era un país averiado. La humillación de Suez de 1956 había desinflado sus ínfulas de potencia. Los años setenta estuvieron marcados por los baches económicos y la década se cerró con una fuerte depresión. El sistema socialista que había ideado el bienintencionado premier Clement Attlee para socializar las penurias de la posguerra se había convertido en un corsé paralizante. Las huelgas se sucedían. La cirugía de choque de Margaret Thatcher, llegada al poder en la primavera de 1979, parecía generar más dolor que éxitos. No se intuían sus grandes resultados posteriores. En 1980 la inflación había tocado el 22% y el paro estaba disparado. El IRA mataba a más de cien personas cada año. En 1979 había asesinado a Lord Mountbatten, el tío-abuelo y preceptor del príncipe Carlos, y a 18 soldados británicos. El pueblo necesitaba levantar un poco el ánimo y en 1981 se produjeron por fin dos novedades risueñas: la eclosión del movimiento musical y estético de los Nuevos Románticos, un alarde hedonista a ritmo ‘dance’, y una boda principesca de cuento de hadas.
Hace hoy 40 años, el Palacio de Buckingham emitía a las once de la mañana una escueta nota del Lord Chancellor: «Con gran placer, la Reina y el Duque de Edimburgo anuncian el enlace de su querido hijo el Príncipe de Gales con Lady Diana Spencer, hija del conde Spencer y la honorable Mrs. Shand Kydd». La especulación que flotaba en el ambiente se confirmaba. Poco después, Carlos, de 32 años, y Diana, de 19, posaban en el jardín de Buckingham y atendían a la prensa, muy sonrientes en todo momento y con guiños de complicidad. El príncipe, delgado, fibroso y de rostro colorado, vestía corbata azul y un perfecto traje gris de su sastrería de cabecera de la calle Savile Row, Turnbull & Asser (donde todavía sigue cortándose sus ternos y donde figura en el libro de medidas como Charles Smith).
La prometida era una chica rubia de melena corta, con grandes ojos grises azulados y un rostro sonrosado de expresión muy tímida. Lucía un vestido azulón de la firma Cojana & Bought de Harrods, que ella misma se había comprado en los célebres almacenes de Knightsbridge. En la mano, el anillo de pedida (zafiro y diamantes), que Carlos le había entregado tres semanas antes en una cena privada en Buckingham, cuando le propuso matrimonio sin apremiarla a una respuesta: «Se lo pedí justo antes de que se fuese a Australia [de vacaciones], porque quería darle una oportunidad de meditarlo, de pensar si iba a ser demasiado horrible», explicó el príncipe tras el anuncio, con ese humor autoparódico y un tanto esquinado de la realeza inglesa. Diana le dio un ‘sí’ instantáneo: «Oh, yo nunca tuve la menor duda». Hasta ese día, había tratado a su novio de ‘sir’ y solo se habían visto doce veces, muchas acompañados por otros. En realidad apenas se conocían.
Diana Frances Spencer, la tercera hija del octavo conde Spencer, de la muy linajuda estirpe de los Marlborough y pariente de Churchill, estaba lejos de ser el icono de la moda en que se convertiría. Su familia la apodaba ‘Duch’, por los simpáticos aires de duquesa que se daba de cría. Se trataba de una chica de la aristocracia rural que carecía de experiencia mundana y afectiva. Era virgen, jamás había tenido un novio y llevaba poco tiempo en Londres. Residía con tres amigas en un piso de Earl’s Court, cercano al monumental cementerio de Chelsea, que le había regalado su madre al cumplir los 18. Conducía un Mini rojo y trabajaba como cuidadora en una guardería, además de limpiar la casa de Sarah, su hermana mayor. Su estilo era informal, acorde a su espíritu todavía un tanto tardoadolescente: jerséis gruesos, pantalones cómodos, botas Wellington y algún baqueteado impermeable mackintosh. «Entonces tenía exactamente un vestido largo, una falda de seda y un par de zapatos elegantes. Eso era todo. De repente mi madre y yo tuvimos que salir a comprar seis de cada», contó Diana. Una de las primeras decisiones palaciegas fue contratar a la directora de la edición británica de ‘Vogue’ para que la asesorase. Pero en contra de lo que ha contado la serie ‘The Crown’, Diana conocía perfectamente los protocolos de la realeza. De niña incluso había jugado en Sandringham con los príncipes Andrés y Eduardo.
Tras el posado, atienden a la prensa en risueñas entrevistas televisadas de audiencia nunca vista. Por vez primera en 300 años, la mujer de un príncipe de Gales será una inglesa. Carlos lleva la voz cantante y persiste en su humor autodespectivo: «Estoy feliz. Absolutamente asombrado de que ella haya sido lo bastante valiente como para cargar conmigo». Las respuestas de Diana son cortas, mirando al suelo azorada. Como colofón, un periodista les pregunta: «Y supongo que enamorados, ¿no?». Diana responde al segundo: «Por supuesto». Y es entonces cuando Carlos suelta una premonitoria bomba, que aquel día pasó desapercibida en titulares: «Lo que sea que signifique el amor». Ella encaja esa cuña con una risita forzada. «Aquella entrevista fue horrible –valoraría la Diana de los días de guerra conyugal abierta–, su respuesta fue muy extraña. Dios mío, me dejó temblando».
Trágico desenlace
Pero en el día feliz del compromiso nadie habría intuido que quince años después estarían divorciados tras una amarguísima pelea, disputada a golpe de entrevistas y filtraciones mediáticas. O que al año siguiente a la firma del divorcio ella moriría a las tres de la madrugada en el hospital Salpetière de París, con solo 36 años, tras un choque brutal en un túnel del Alma, donde también perdió la vida su reciente pareja, el playboy egipcio Dodi al Fayed. O que su desaparición pondría en jaque a la propia monarquía, por la reacción fría de Isabel II, apegada a la clásica contención emocional inglesa, el principio del ‘labio superior rígido’.
Las secuelas del fracaso matrimonial todavía perduran. La sombra de Diana sigue marcando las encuestas sobre la realeza. El Príncipe de Gales y el amor de su vida, Camilla Shand, hoy Duquesa de Cornualles y con la que se casó en 2005, nunca han logrado ganarse el afecto del gran público. La cuarta temporada de ‘The Crown’ ha agudizado su mala imagen. Retrata a Carlos como un villano encorvado que destroza la psique de una inocente y a Camilla como una resabiada socialité. El ministro de Cultura de Johnson ha llegado a pedir al creador de la serie, Peter Morgan, que introduzca un letrero indicando que se trata de una ficción. De hecho los historiadores han probado que
Diana llegó a plantear a sus hermanas cancelar la boda: «Mala suerte, tu cara ya está en todos los juegos de té», le disuadieron
incurre en numerosos errores e hipérboles. Pero sus efectos ya son irreversibles. Según YouGov, el instituto demoscópico británico de referencia, la figura más valorada de la familia real es el primogénito de Diana y futuro rey, Guillermo, con un 75% de aprobación, seguido por Isabel II, con un 73%. Pero Carlos es el séptimo, con un 47% a favor, y Camilla se pierde en el puesto noveno, con solo un 36% de aprobación.
¿Por qué falló el enlace de Carlos y Diana, seguido en directo con fascinación por 750 millones de televidentes de medio mundo? El 29 de julio de 1981, los contrayentes llegaron al altar de la catedral de San Pablo con la sospecha de que incurrían en un gran error. En las últimas biografías de Carlos, hoy de 72 años, el eterno aspirante al trono, que en 2017 batió el récord de espera de Eduardo VII, confiesa que cuanto más la iba conociendo durante el brevísimo cortejo, menos sintonizaba con ella. Le explicaba sus tareas como príncipe y ella «parecía incapaz siquiera de entenderme». La boda se celebró un miércoles. El lunes previo, Diana había descubierto en la oficina del secretario del príncipe el diseño de un brazalete que Carlos iba a regalar a Camilla, grabado con las iniciales F&G, en alusión a sus apodos privados: Fred y Gladys. Él alegó que era tan solo un obsequio de despedida, la marca de su adiós. Pero Diana despertó de su ensoñación romántica. En una comida con sus hermanas mayores, Sarah y Jane, incluso planteó cancelar la boda. Ellas la disuadieron: «Mala suerte, Duch, tu cara ya está en todos los juegos de té. Tarde para acobardarse».
Camilla, en sus cabezas
En el ensayo de ese lunes en San Pablo la novia se derrumbó: «Al ver cómo iba a ser la boda me eché a llorar, colapsé por todo tipo de cosas. Camilla estaba en mi cabeza durante todo el compromiso. Yo trataba desesperadamente de ser madura, pero no tenía cimientos para eso y no podía desahogarme con nadie». Al tiempo, todavía confiaba en su inminente marido: «Estaba tan enamorada... pensaba que él me iba a cuidar. Pero me equivoqué». Dickie Arbiter, responsable de comunicación de Buckingham durante doce años, defiende sin embargo que en la primera parte del matrimonio «vivieron una felicidad genuina». En una entrevista en 1994, Carlos aseguró que se mantuvo fiel a su mujer durante los primeros cinco años y que retomó su relación con Camilla en 1986, «cuando el matrimonio ya estaba irremediablemente roto».
Diana reveló que la noche previa a la boda tuvo una fuerte crisis de bulimia: «Comí todo lo que encontré». El día del enlace se levantó a las cinco de la mañana, sin apenas haber dormido. «Pero estaba muy calmada. Iba como el cordero que va al matadero». Recorrió el pasillo de San Pablo, con su vestido nupcial de 9.000 libras de entonces y su cola de 7,2 metros, «mirando a ver si veía a Camilla, porque por supuesto sabía que estaba allí». Carlos y Diana no se hablaron en la comida nupcial.
La luna de miel supuso una ducha fría para ella. Arrancó en Broadlands, en la finca del difunto Lord Mountbatten, donde Carlos recibió siete libros de su ídolo, el filósofo y aventurero sudafricano Laurens Van der Post. En largos paseos le leía textos de él y de Jung y luego los proponía como tema de las conversaciones de las comidas. Para una chica cuyos intereses eran Duran Duran y Wham! aquello era un absurdo, un imposible. Luego navegaron por el Mediterráneo en el yate oficial ‘Britannia’, sin intimidad alguna y de etiqueta. «Yo comía todo lo que encontraba. Estaba cada vez más delgada y enferma». La última parada fue el castillo de Balmoral, la residencia real en Escocia. Más paseos y más lecturas filosóficas. «Estaba tan deprimida que intenté cortarme las venas con unas cuchillas». De vuelta a Londres hubo de recibir tratamiento y siguió tomando ansiolíticos hasta que se quedó embarazada de Guillermo, en octubre de 1981.
Carlos había conocido al amor de su vida, Camilla, en 1971, en la casa de Lucía Santacruz, la hija del embajador de Chile. Era la divertida hija de un militar de alta graduación, buena cazadora y aficionada a los caballos, de conversación chisposa y con un humor pijo clónico del de Carlos. En 1973, The Firm (la Familia) separó al joven heredero de su amante enviándolo a una singladura de ocho meses con la Marina. Entre tanto, Camilla se casó con el militar Andrew Parker Bowles, un notorio mujeriego, con el que había mantenido una relación intermitente y abierta. Diana surgió como una salida apropiada para un problema de Estado. El príncipe la había conocido muy fugazmente, cuando ella tenía 16 años, en una cacería de faisanes en un momento en que Carlos salía con su hermana Sarah. Se reencontraron en 1980, en un acto en casa de un amigo de Felipe de Edimburgo. En noviembre de 1980, Carlos la invita a Balmoral y la Familia otorga su plácet. Aún así, Carlos duda agónicamente, hasta que su padre le dice que debe decidir si quiere casarse con ella o no, pues sus titubeos pueden deshonrar a la joven aristócrata. El Príncipe acepta la presión y le pide su mano en febrero de 1981.
Las posibilidades de éxito eran improbables. Se llevaban doce años. Él era el primer miembro de la realeza con un título universitario (un grado en Artes por Cambridge) y un cultivado lector, lleno de inquietudes intelectuales, con causas como el ecologismo, la agricultura orgánica y la preservación de la arquitectura clásica. Ella había aprobado el examen de secundaria, los ‘O Levels’, a la tercera y solo se había formado un año en Suiza en una escuela de etiqueta para casaderas de alta sociedad. Él era pro Royal Ópera House. A ella, de pop y de jaranas de disfraces junto a su cuñada Fergie en el club Annabel’s de Berkeley Square. Ella estaba marcada por una infancia amarga, con el divorcio de sus padres a los siete años y una madrastra a la que detestaba (la hija de la novelista Barbara Cartland), lo que la llevó a desarrollar una gran empatía con el sufrimiento ajeno, sobre la que construiría su único legado: su compromiso con causas humanitarias duras, como el sida y los mutilados por minas. Él, educado por institutrices y en la contención del deber, hacía gala de enorme frialdad emocional.
Dos universos. En el verano de 1985, acuden a Wembley por el ‘Live Aid’, el colosal concierto pop humanitario. Ella, que transita por las estancias del palacio Kensington bailando con Phil Collins en su walkman, la está gozando viendo a Bowie, Elton... Pero Carlos ordena retirarse una hora antes del final. Lo aguarda un partido de polo y ella tiene el deber de ir a verlo.
Un circo público
En 1992, el matrimonio ya es un circo público de adulterio y odio, aunque se mantiene la pantomima. Diana, que enlaza relaciones, primero con el mayor Hewitt y luego con un héroe del rugby, ha perdido su inocencia y también intriga duro. El periodista Andrew Morton publica una biografía-bombazo de la princesa, basada en sus propias confesiones, donde revela sus trastornos alimentarios y sus autolesiones y vitupera a Carlos. En diciembre de ese año, el primer ministro, John Major, anuncia en los Comunes una «separación amistosa», y añade que «no hay razones para que la princesa de Gales no sea coronada reina a su debido tiempo». Palacio aclara que no existen planes de divorcio. A comienzos de 1996, tras nuevas entrevistas escandalosas, en las que Diana llega incluso a dudar de que Carlos esté capacitado para reinar, Isabel II les envía sendas cartas invitándolos a divorciarse. La ruptura se firma en agosto de 1996. «Me gustaría ser la reina del corazón de la gente. Pero no me veo siendo la reina de este país», comenta Diana en esos días, sin saber que está a punto de hacerse eterna por un drama final que no figuraba en el guion.