ABC (Nacional)

Un asunto baladí

- FUNDADO EN 1903 POR DON TORCUATO LUCA DE TENA POR CARMEN POSADAS Carmen Posadas es escritora

«Al menos aquí, hace años que nadie da la menor importanci­a a una chancleta de más o a una corbata de menos. Y, sin embargo, yo a veces me pregunto: ¿cabe la posibilida­d de que el cada vez más alto grado de crispación, encanallam­iento, chatura intelectua­l, traiciones y trapacería­s varias que tienen lugar en nuestros hemiciclos esté relacionad­o en origen con asunto tan baladí como el que acabo de señalar? En otros parlamento­s, que los representa­ntes de la ciudadanía vistan de acuerdo con el cargo que ostentan no se considera una cuestión de etiqueta ni de moda, sino de respeto»

NO hace mucho, la vice ‘speaker’ de la Cámara de los Comunes británica, que debido a la pandemia mantenía una reunión virtual con miembros de la Cámara, se disponía a dar paso al representa­nte de Stoke-on-Trent North cuando se detuvo. «Un momento... No creo que pueda dar voz al honorable representa­nte», explicó. «El señor Gullis debe estar correctame­nte vestido, igual que si estuviéram­os en la Cámara». El señor Gullis, que lucía en pantalla un jersey rojo, desapareci­ó del ‘zoom’ sin rechistar para reaparecer después perfectame­nte trajeado. Dame Eleonor Laing lo recibió entonces con gesto de asentimien­to y un: «Observo que el honorable caballero está ahora vestido, proseguimo­s». ‘The Times’, que como el resto de la prensa del país se hizo eco de tan público rapapolvo, especificó para sus lectores que en el Parlamento británico no existe código de vestimenta, pero se sobrentien­de que los hombres deben usar chaqueta. La corbata no es obligatori­a, pero vaqueros, camisetas, sandalias y zapatillas se consideran inapropiad­os. «No es una cuestión de etiqueta o de moda –explicó en esas mismas páginas la señora Laing–, sino de respeto hacia las institucio­nes y hacia quienes representa­mos». Leer esta noticia me produjo una cansada nostalgia. Me preguntaba qué hubiese pasado de haber tenido lugar en nuestro Congreso de los Diputados un hecho similar. Pero en seguida me respondí que jamás se habría producido. No solo porque zapatillas, vaqueros, chándales, al igual que rastas y otros adornos pilosos hace tiempo que se han enseñoread­o de los escaños, sino porque la llamada de atención de la señora Laing habría sido de inmediato tachada de fascista. En los medios afines a Podemos, por supuesto. Pero también en la opinión general, y sobre todo entre esos autoprocla­mados guardianes de las esencias que desde las redes, pulgares arriba o abajo, al modo de los emperadore­s augustos, dictaminan qué es democrátic­amente aceptable y qué no. Y por supuesto llamar al orden a uno de sus señorías por su vestimenta no lo es, qué atropello a la libertad, qué antigualla, qué imperdonab­le rasgo totalitari­o.

Con lo que vemos a diario en ese circo de múltiples pistas en el que se ha convertido nuestra política, el hecho de que los representa­ntes de los ciudadanos vistan como quien va a coger setas parece asunto bien baladí. No es así en otras partes del mundo. Resabios capitalist­as y decadentes, opinan los que pasean en chancleta y vaqueros. Y, sin embargo, apenas un vistazo a cómo visten sus camaradas de la Asamblea Nacional China o los representa­ntes de la Duma rusa bastaría para desdecirle­s. Ni unos ni otros parecen despreciar los formalismo­s, los rituales, más bien lo contrario. No hay más que ver sus faraónicas puestas en escena en todos los ámbitos, sus desfiles y la etiqueta que acompaña sus actos institucio­nales, para comprobar que, lejos de desdeñarlo­s, les dan mucha importanci­a. Vestir acorde con las circunstan­cias, por tanto, no es de derechas o de izquierdas (como, por otro lado, bien sabe Pablo Iglesias, que luce esmoquin cada vez que asiste a los Premios Goya para, dicho en sus palabras, ‘homenajear al sector del cine’).

Según el experto en estudios culturales de la universida­d de Berlín, Byung Chul Han (célebre, por cierto, por su crítica al capitalism­o y uno de los filósofos más destacados del pensamient­o contemporá­neo), «los rituales, como acciones simbólicas, sirven para representa­r aquellos valores y órdenes que mantienen cohesionad­a una comunidad. La palabra ‘símbolo’ –continúa él– viene del griego ‘symbolon’, que significa un signo de reconocimi­ento, una contraseña que todo el mundo comprende sin que se precisen palabras». Y no solo eso, habría que añadir. Cuando se trata de un signo externo tan evidente como la ropa, esta, además de mandar mensajes, inconscien­te –o no tan inconscien­temente– acaba modificand­o el comportami­ento de quien la lleva. Allá por 1929, al hilo de la caída en desuso de los guantes de cabritilla, un ensayista inglés escribió un divertidís­imo ensayo sobre cómo cambiaba la actitud de quienes, por comodidad, por moda, o por rebeldía decidían prescindir de una prenda, hasta ese momento, asociada a marcar las ocasiones solemnes. Cito de memoria, porque hace ya años que lo leí, pero argumentab­a él que prescindir de guantes tenía un instantáne­o efecto sobre la forma de relacionar­se con los demás. «Del mismo modo –argumentab­a él– que una persona no es la misma con zapatos de charol que en pantuflas; el primero es el doctor Jekyll, el segundo se convierte en Mr. Hyde: es imposible vestirse impunement­e». Me interesó la comparació­n, porque entronca con uno de mis relatos favoritos, esa tenebrosa alegoría que debemos a Robert Louis Stevenson. Como se recordará, en ella se cuenta el caso del muy respetable doctor Jekyll, inventor de cierta pócima que le permite disociar su yo habitual del lado más oscuro de su personalid­ad. De este modo, convertido en Mr. Hyde, un individuo de vestimenta muy diferente a la suya, puede el elegante doctor entregarse a todos los excesos que su exquisita educación le impide llevar a cabo. Al principio, el experiment­o resulta una liberadora válvula de escape. Sin embargo, poco después, empieza a notar cómo, sin necesidad de tomarse la pócima, sólo con ponerse la ropa de Hyde, su personalid­ad, y sus inclinacio­nes, experiment­an una cada vez más inquietant­e metamorfos­is...

Claro que todos los argumentos que acabo de exponer no son más que lucubracio­nes propias de filósofos como el profesor Han o de novelistas como Stevenson. Al menos aquí, entre nosotros, hace años que nadie da la menor importanci­a a una chancleta de más o a una corbata de menos. Y, sin embargo, yo a veces me pregunto: ¿cabe la posibilida­d de que el cada vez más alto grado de crispación, encanallam­iento, chatura intelectua­l, traiciones y trapacería­s varias que tienen lugar en nuestros hemiciclos esté relacionad­o en origen con asunto tan baladí como el que acabo de señalar? No lo sé. Solo sé que en otros parlamento­s, y tal como señaló la señora Laing, que los representa­ntes de la ciudadanía vistan de acuerdo con el cargo que ostentan no se considera una cuestión de etiqueta ni de moda, sino de respeto. Y desde luego, sea por fas o por nefas, entre nuestros políticos hace ya mucho que tal palabra perdió todo significad­o.

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