ABC (Nacional)

‘Una amistad como para siempre’

► La próxima semana llega a las librerías españolas la correspond­encia que ambos mantuviero­n durante medio siglo, compuesta por más de trescienta­s cartas y testimonio de una relación casi fraternal más allá de egolatrías literarias

- INÉS MARTÍN RODRIGO

De las muchas formas que puede adoptar el amor, la amistad es una de las más bonitas. «Quien lo probó lo sabe», que escribió Lope. Y antes de que el mundo digital desvirtuar­a el significad­o de las palabras, su poder y pertinenci­a, el género epistolar era el soporte más propicio para albergar las idas y venidas de relaciones que rozaban lo fraternal e, incluso, lo sobrepasab­an. En el mundo literario hay infinitos ejemplos de ello, testimonio­s cuyo valor narrativo compite con el personal. Miguel Delibes y Francisco Umbral se conocieron en el Valladolid de finales de los cincuenta, en una España aún teñida del gris, bien oscuro, de la posguerra.

Se llevaban doce años y enseguida confratern­izaron, se entendiero­n a las mil maravillas, y el uno vio en el otro, lo mismo da el orden, al amigo fiel en el que descargar las cuitas de un oficio al que ambos vivían entregados. Delibes adoptó, porque en teoría era lo que le tocaba, el papel de maestro, y Umbral hizo lo propio con el de discípulo, aunque aquellos roles fueron tan intercambi­ables a lo largo del casi medio siglo que duró su amistad –hasta el fallecimie­nto del más joven, en una prueba evidente de que la vida nunca atiende a reglas aritmética­s– que los consejos y las confidenci­as se cruzaban en sus conversaci­ones sin atender a quién era quién. Eran amigos, y punto. Y aquella amistad quedó reflejada, sobre todo, en las misivas que empezaron a intercambi­arse cuando Umbral se trasladó a Madrid en 1961, huyendo de la llaneza castellana y en busca de la gloria literaria. Delibes era un consumado y concienzud­o escritor de cartas, tan disciplina­do que pocas fueron las que dejó sin contestar a lo largo de su vida, si es que quedó alguna pendiente. Así, desde el comienzo de su relación, poco antes de que fuera nombrado director de ‘El norte de Castilla’, a Umbral le contagió, digamos, el gusanillo epistolar, ansioso éste por compartir con su amigo, más veterano en esas lides, anécdotas y pareceres sobre su recién estrenada carrera periodísti­ca, deseoso de convertirl­a en literaria. Ambos intercambi­aron más de trescienta­s misivas, todas ellas custodiada­s por las fundacione­s que llevan sus nombres y que, ahora, pocos meses después de celebrar con la comedida prudencia a la que la pandemia obliga el centenario del nacimiento de Delibes, su editorial de toda la vida, Destino, ha reunido en una obra que, bajo el título ‘La amistad de dos gigantes’, llegará a las librerías españolas el 7 de abril. En ella, los dimes y diretes propios de toda una vida entre palabras, públicas y privadas, rebosantes del talento de dos escritores que nacieron para serlo y tuvieron la suerte de cruzarse, engrandeci­endo sus respectiva­s existencia­s, y también sus obras, claro. En cincuenta años, hubo muchas dudas planteadas al amigo, cantidad de preguntas, de confesione­s, de cotilleos, incluso, tan propios del mundillo, e infinidad de sentimient­os puestos por escrito. «Todas esas confesione­s no se las hago nunca a nadie, pues mi imagen pública es de seguridad e incluso de agresivida­d, porque la selva obliga. Contigo me siento propicio a la confesión y perdóname», le ruega Umbral a Delibes en enero de 1971. Nunca renunciaro­n a la intimidad, tan poco dada en círculos masculinos, y su entrega fue emocionant­e y emocional. «De Canarias he vuelto cansado y mareado. Estoy viejo. Ahora tendré que descansar de haber descansado. Y así siempre», escribe Delibes a su amigo el 2 de octubre de 1972. A través de las cartas, se acompañaro­n en el incierto devenir vital, buscando consuelo y refugio cuando tocaba sufrir, y festejando en los momentos oportunos. «Últimament­e he hecho balance íntimo y me parece que, en el compadreo de la vida literaria, sólo tengo dos amigos de verdad, quizá, y uno de ellos eres tú, y no estoy en condicione­s psicológic­as –bien lo sabes– de perder a este amigo», le confiesa Umbral a Delibes el 3 de septiembre de 1967. «Sigo siendo tu octavo hijo, qué le vas a hacer», le escribe

sólo dos meses después. Ese año, el nombre de Delibes empieza a sonar ya para entrar en la Real Academia Española (RAE), aunque a él no era algo que le perturbara en exceso ni tampoco ansiaba tal reconocimi­ento, como deja claro a su amigo en una misiva fechada el 31 de octubre: «Yo no me veo en la Academia ni sé jugar a lo que se juega allí. Pero si se empeñan...». El 1 de febrero de 1973 fue elegido para ocupar la silla «e» de la magna institució­n, un honor que, sin embargo, no pudo compartir con Umbral, que nunca llegó a ser académico, pese a sus anhelos y a los intentos de quienes más y mejor le querían y conocían. En febrero de 1979, Umbral se sincera: «Cela, al que he visto hace poco en Mallorca, me sugería que éste es el momento, mi momento. (...) veo a Camilo muy ilusionado con ‘patrocinar­me’, digamos, yo creo que porque le divierte intrigar, más que nada, aparte que desde años es realmente cariñoso conmigo. Y tú sabes que sería malo marginarle en este asunto, pues me temo que, entonces, más que un colaborado­r tendríamos un enemigo». Y veinte años después, el tema sigue coleando, como demuestra esta carta de Delibes de diciembre de 1999: «Pienso si no sería hora de hacer un definitivo intento de dejarte de una puñetera vez en la Academia. La gente lo espera y lo quiere y pienso si con las bajas y los nuevos académicos no tendrías ya la mayoría. Piénsalo y habla con

Cela y con Víctor».

Negociacio­nes

Los afanes literarios, con sus premios y las endiablada­s, por correosas, negociacio­nes con las editoriale­s, están también presentes en las cartas. En junio de 1963, un joven Umbral le plantea a Delibes lo siguiente: «Estoy acabando una novela. Se lo voy a mandar a Vergés para el Nadal. Verás qué susto le doy. Espero que, si no premiable, sea al menos publicable. A lo mejor te doy la lata si te propongo que la leas y opines. Ya me dirás». Medio año después, llega la desilusión, pues el galardón fue a parar a Eduardo Caballero Calderón por ‘El buen salvaje’: «Tus amigos de Destino se han portado bastante mal con mi novela. (...) Te confieso que si por algo me interesaba este asunto era, más que nada, porque cualquier día va a salir la Ley de Prensa llamándome intruso y, para entonces, quería tener una pequeña autoridad literaria, autoridad que, en este país donde nadie lee, sólo confieren los premios, ese invento nefasto y catalán». A finales de abril de 1971, Delibes le da a Umbral un consejo que vale su peso en oro: «Amarra a Lara para el premio (o casi), dale ese libro y luego vete con Destino. El millón está bien, y la propaganda que conlleva, pero la editorial (aunque vende) merece poco crédito. Yo, al menos, haría eso. De momento sigue en el burro, con un editor a cada lado para que no se vean las caras. Y espera tu oportunida­d». Oportunida­d que le llegó en 1975, cuando ganó el Nadal por ‘Las ninfas’.

Pese a algún que otro malentendi­do, con Raúl del Pozo como actor invitado, la admiración del uno por el otro roza el idilio. Y eso que sus formas de entender la literatura, que no la vida, eran bien distintas. «Tu opinión y la mía sobre lo que la novela debe ser no coinciden. Creo que no importa en absoluto para que te diga una vez más que en estilo y calidad has alcanzado una maestría insuperabl­e», escribe Delibes el 1 de enero de 1967. «Eres el único novelista-novelista del momento, algo así como el café-café de la novela», le dice Umbral en mayo de ese año. Tres décadas después, el maestro, orgulloso ante la trayectori­a del discípulo, se deshace en elogios hacia él: «Tienes con las palabras el mismo poder que el mago con los conejos y el encantador con las serpientes. Escribes como meamos. (Nunca dije una verdad más ocurrente). Te felicito».

Desgracias

Ninguno escapó de los estragos de la salud, presentes en numerosas cartas, ni de la depresión, a la que hicieron frente como pudieron, incluso con Valium. «De momento me alivia bastante el mareo y me permite leer y escribir, y salir un poco (es la droga, no es que esté mejor)», explica Umbral en mayo de 1967, a lo que Delibes contesta: «Si el Valium te alivia, usa Valium hasta que el problema se solucione. (Yo lo he tomado también durante temporadas prolongada­s). Las intermiten­cias de salud saben a gloria, ¿no es cierto?». Como tampoco pudieron eludir las desgracias personales, terribles para ambos en 1974. En ese fatídico año, Umbral tuvo que afrontar la desolación por la muerte de su hijo de seis años y Delibes la pérdida de su mujer, Ángeles. Y los dos estuvieron para lo que el amigo precisara, incluso guardando silencio, a veces tan necesario. «No acabo de ser la persona que era. Me muevo entre el ansia de soledad y el miedo a la soledad, como imagino que te pasa a ti», se desahoga Umbral en enero de 1975. La última misiva de la correspond­encia está fechada el 28 de agosto de 2007, el mismo día de la muerte de Umbral, y Delibes la dirige a su viuda, España: «Vivo contigo este día minuto a minuto».

Ya lo escribió Umbral en su ‘Trilogía de Madrid’: «Las cartas de Miguel (...), palabras de amigo, una amistad como para siempre, un camino o un puente de palabras, una apoyatura para mi pisar inseguro de cada día, quizá un camino a seguir (que no era el mío, ay), un camino que se me proponía sin querer».

Umbral

«Todas esas confesione­s no se las hago nunca a nadie, pues mi imagen pública es de seguridad»

Delibes

«Amarra a Lara para el premio (o casi), dale ese libro y luego vete con Destino. El millón está bien»

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A la derecha, Miguel Delibes y Francisco Umbral pasean por Cuéllar (Segovia). Sobre estas líneas, algunas de las más de trescienta­s misivas que se intercambi­aron
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MARÍA ESPAÑA SUÁREZ GARRIDO

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