«Se aprovechó de la presión social que sufren las solteras»
Las víctimas no eran ingenuas, sino que atravesaban un mal momento sentimental
No era exclusivamente un estafador de mujeres, pero con el tiempo se fue especializando en un determinado perfil de víctimas: solteras o divorciadas, de entre 35 y 45 años, que conocía a través de páginas de citas, y ante las que se presentaba como un hombre cariñoso, deseoso de crear su propia familia. Luego, la «presión social» a la que se ven sometidas –sobre todo– las mujeres sin pareja de cierta edad, hacía «el resto del trabajo», según relatan las fuentes citadas por Guillem Sànchez en su relato sobre Francisco Gómez Manzanares.
Erróneamente, a este tipo de estafadores se les ha identificado tradicionalmente como una especie de donjuanes, cuando no son más que depredadores que se valen de una situación de vulnerabilidad emocional para aprovecharse de las víctimas. Y estas mujeres, también equivocadamente, pueden ser percibidas como ingenuas. Pero no lo eran. Muchas tenían estudios superiores y todas eran de clase media: el estafador no se arrimaría si no se oliese que allí había caudales que levantar.
Sus víctimas no eran necias, simplemente pasaban por momentos de fragilidad sentimental. En una conversación de Whatsapp que una de las mujeres estafadas tuvo el arrojo de mantener con el estafador tiempo después, Francisco demostraba que no tenía
Las víctimas «Me asustaba no volver a creer en nadie. A este hijo de puta solo se le vence cuando vuelves a confiar»
ningún aprecio por ellas: «Tú quedaste conmigo por soledad», le dijo. Y ella le contestó: «Estás equivocado, yo buscaba amor, quizá me falló la autoestima».
Francisco Gómez Manzanares las camelaba: «Me cuidaba, me hizo sentir que tenía a alguien, se preocupaba por mí como mi exmarido no lo había hecho jamás», explica en ‘El estafador’ una de las víctimas. Metiéndose en la piel del inventado, exitoso y carismático David, Francisco observaba a sus víctimas para «descubrir sus vacíos», según relata en el libro un sargento de los Mossos, cuyo empeño fue clave para parar los pies a este delincuente. Detrás de cada engaño, dice el policía, siempre había «un sueño frustrado»: el de una casa, un negocio, un hijo, o el viaje que la víctima nunca había podido hacer. Y por estas rendijas atacaba el estafador.
Luego, cuando sus víctimas descubrían haber estado tanto tiempo –en algunos casos mantiene relaciones de hasta cuatro años– viviendo en una mentira, a menudo las heridas emocionales se antojaban más difíciles de sanar que las económicas. «Nunca nadie me ha hecho sentir nunca tan tonta», dice una de sus víctimas. «Lo que me asustaba era que por culpa suya no fuera capaz de volver a creer en nadie. A este hijo de puta solo se le vence cuando vuelves a confiar en alguien», relata otra de las mujeres. El autor del libro tiene la esperanza de que este caso pueda ser útil para forzar un debate, también jurídico, sobre las estafas sentimentales, que el Código Penal reduce a meros fraudes económicos.
El victimismo
Francisco siempre huyó de sí mismo, de una infancia difícil. A su padre, en las tiendas del barrio le atendían con una mano sobre la caja registradora, explicaban los vecinos, y nunca pudo disfrutar del cariño de su madre, ingresada en el frenopático. Y él se escudaba en eso para, de alguna manera, justificar sus tropelías: «Soy un superviviente, me enseñaron desde los once años. No creo en nada ni en nadie», le contestó a la víctima en el chat de Whatsapp antes mencionado. Francisco habla desde el victimismo, como si delinquir fuese su única alternativa. Es un depredador sin empatía, de difícil tratamiento, y que a lo único que no hacía luz de gas era al dinero, el auténtico amor de su vida.