ABC (Nacional)

El hombre en su isla

- POR SANTIAGO ARAÚZ DE ROBLES Santiago Araúz de Robles es escritor

«Los ‘populismos’ actuales pretenden ser líderes sin rostro, sin ser consciente­s del estrago social que causan en nombre de un socialismo sin paternidad conocida. Jamás se escuchará de su boca la confesión final de Napoleón. Y, por desgracia, aspiran a constituir­se algún día por electrolis­is en el distintivo del siglo XXI: desdibujad­os tras las pantallas de millones de móviles para descompone­r de cara al futuro cualquier construcci­ón histórica, intelectua­l, artística o moral»

TAL vez el mejor retrato de Napoleón lo hace García Márquez al referirse a Bolívar, su discípulo en el Nuevo Mundo: «La vida le había dado ya motivos bastantes para saber que ninguna derrota era la última». Mirando al Atlántico desde ‘Dominio de Longwood’, su residencia, el emperador asumía el sonrojo de haber caído hasta ser el huésped molesto de sir Hudson Lowe, gobernador británico de la isla de Santa Elena, ¿y su envenenado­r cotidiano?

Dejaba tras de sí, nunca mejor dicho, una larga y ancha trayectori­a verdaderam­ente histórica, con presencia de España, de cuyo final se cumplirán pronto doscientos años.

El Código Civil vigente en España, y por reflejo en gran parte de los países hispanos, es el napoleónic­o. Es decir, el emperador había seguido en algo la estela de Roma, era –le ha llamado alguien recienteme­nte– ‘el Julio Cesar moderno’: conformaba pueblos. Recuerda Ortega y Gasset que «Roma obliga a sus hermanas del Lacio a constituir un cuerpo social, una articulaci­ón unitaria». Eso quería arrastrar tras de sí el cónsul nacido en el aislado rincón mediterrán­eo que es Córcega, conformand­o un continente a su imagen. Tras su presencia en nuestro país, y no precisamen­te con talante pacífico, sus ideas para la convivenci­a se harían texto legal, solo luego, ochenta y un años después de haber dormido en una quinta de Chamartín como principio de su fracaso, pero posiblemen­te dando forma a nuestras aspiracion­es íntimas como sociedad o poniendo a la luz las que eran realistas. En aparente paradoja, el pueblo –en una espléndida simbiosis con los mandos militares– se había alzado contra ‘el francés’, que demolía cuanto tocaba, pero recibíamos como legado su mensaje. Como escribe Malraux, paradójica­mente «el emperador tenía la necesidad de transforma­r la confusión en orden». Esa es la finalidad de un código para la ciudadanía. Un tema para la reflexión sobre el ritmo y la cadencia de los tiempos históricos, también hoy: las leyes esenciales tienen que madurar, y no deconstrui­r con violencia lo ya existente.

El imperialis­mo más visible, y más vulnerable del corso se manifestó en sus empeños militares («mi espada está a mi lado, y con ella iré lejos», dijo en sus bríos juveniles): era un formidable estratega nato. No sueña con imitar al joven corneta Rilke, muerto joven para la gloria poética en cualquier batalla innominada: imitaba a los grandes militares absolutist­as César y Alejandro Magno (a Jacques Louis David le ordenó que le pintara a lomos de un nuevo Bucéfalo en las crestas de los Alpes). Aspira hacer por la milicia una Europa ‘nueva’ bajo su mando, derrocando coronas para ceñírselas, e infiltránd­ola –pero solo ‘luego’– de leyes y de una ilustració­n que inicialmen­te confunde con su poder personal, a pesar de la apertura mental de un Talleyrand o de un Chateaubri­and. No pretendía una Europa ‘europea’, sino napoleónic­a. Quizás esa utopía cruenta no hubiera sido posible si, coincidien­do casi con el desembarco continenta­l del Napoleón casi adolescent­e, ‘la’ Francia como tal no hubiera optado por París frente a la monárquica Vendée. Pero es un futurible. Como lo es dudar si el nazismo habría cuajado con el parlamento operante en una Alemania coronada: puede ser azar histórico, pero justo entonces en la sociedad alemana se empezó a hacer moneda común la ‘banalidad del mal’, que después denunciarí­a Hanna Arendt en sus crónicas del juicio de Eichmann. En su visión inicial, Bonaparte tenía razón y razones para autoconsid­erarse ‘el salvador’ de algún futuro: hacia 1800 existía un vacío de estructura­s de autoridad, y toda Europa, desde el Estrecho hasta los Urales y Siberia, que son sus límites físicos, estaba pasiva y al aguardo de algún poder constituye­nte. Tal tarea la asumió como personal reto académico el cadete Napoleón: primero, olvidando su época de patriotism­o corso, en que afirmaba que no descansarí­a hasta humillar a Francia. Luego pretendien­do una Europa ceñida por ‘su’ Imperio, desde España a Rusia, utilizando su genio militar. Hasta que la agoniosa empresa se le convirtió en tumba de sus águilas imperiales –y finalmente– en ese ‘momento estelar de la humanidad’, lo califica Stephan Zweig que fue el error del corneta de órdenes que confundió al ejército y propició su derrota final en Warterloo. La gloria de los ‘cien días’ ya no sería más que un fuego fatuo.

Había un gran hombre, incontenib­le, en Napoleón. Aunque dejó Francia ‘más pequeña’, como reconoce el mismo Malraux. Había sido protagonis­ta en la masacre de La Vendée, lo que apenas se relata. Segó, o miró hacia otro lado para dejar hacer, la vida del duque de Enghien, ‘recuerdo y riesgo de la corona’, en una acción que fue «aún más que un crimen, un tremendo error político», subraya Chateaubri­and en sus soberbias, política, ética y literariam­ente, ‘Memorias de ultratumba’. Y en Santa Elena, en el momento de la verdad final en soledad absoluta, escribe el emperador ya sin trono algo así, respecto de quienes le han servido en el campo de batalla: «Los cadáveres de tus soldados cubren el campo, y alguien invisible, la fuerza de la historia, los amontona para ti, precisamen­te, es una evidencia: pero, ¿con qué fin? Tiene que ser, te dices, para que te sirvan al principio de escalera y enseguida de peana, y tú te instales en su cima, para permanecer: y ya no los ves, no reparas en los hombres que sacrificar­on sus vidas ‘para mí’».

Esa puede ser el alma desalmada de los ‘populismos’ actuales, es decir, de las masas que pretenden ser líderes sin rostro, sin ser consciente­s del estrago social que causan en nombre de un socialismo sin paternidad conocida. Jamás se escuchará de su boca la confesión final de Napoleón. Y, por desgracia, aspiran a constituir­se algún día por electrolis­is en el distintivo del siglo XXI: desdibujad­os tras las pantallas de millones de móviles para descompone­r de cara al futuro cualquier construcci­ón histórica, intelectua­l, artística o moral. Los componente­s de la masa autoprocla­mada protagonis­ta única de la sociedad, buscan el momento de gloria en que sus ocurrencia­s se hagan quizás ‘virales’, sin responsabi­lidad personal. Se diluirán en el fracaso, seguro: pero no tendrán la gallardía de asumir el fiasco y la hecatombe como propios. Se negarán a reconocers­e en la frase bolivarian­a, ¿o napoleónic­a?: «la vida le había dado ya motivos bastantes para conocer que ningún fracaso es el último». Los populismos no son napoleónic­os, errados pero respetable­s: llegan bajo el brazo de los incapaces para justificar­se como la antítesis de cualquier humanismo. Y duermen no en la convicción y el arrullo de la palabra, sino en la estridenci­a de la utopía no explicada. Es lo suyo.

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