La gran mentira de Wall Street
El mayor estafador de la historia falleció ayer solo y olvidado por todos en la prisión donde cumplía condena de 150 años tras haber arruinado a miles de personas en todo el mundo
«¿Pero qué haces?», le recriminó Bernie Madoff a un empleado de su firma de inversión de Nueva York, que había hincado el diente a una pera en su mesa de trabajo. «Comer una pera», le contestó sorprendido el subordinado. Madoff, un magnate de las finanzas de prestigio, hincó el espinazo para detectar manchas del jugo de la fruta en la alfombra de su oficina. Arrancó la cuadrícula de alfombra de un tirón y fue a un armario a buscar otra para sustituirla. El arranque de meticulosidad y limpieza en su firma, un estandarte de Wall Street, era solo una chispa de lo que fue Madoff: un gran fraude.
Madoff murió ayer a los 82 años, en prisión, condenado a pasar su vida en la cárcel en 2009, pocos meses después de que su estafa descomunal saliera a la luz. Aquella mácula en la alfombra por la que encolerizó es la representación de un farsante que tuvo una vida doble y que arruinó en el camino a miles de personas e instituciones.
Porque la pulcritud de su oficina era también una tapadera. Su firma, Bernard L. Madoff Investment Securities, ocupaba tres plantas del llamado ‘edificio pintalabios’, un rascacielos en el Midtown de Manhattan, conocido así por su diseño. En las plantas 18 y 19 estaba su oficina ‘de puertas afuera’: un negocio de ‘brokerage’, de intermediación de activos bursátiles, en el que Madoff tenía una experiencia de décadas. Un espacio minimalista e impecable, con tonos grises y negros, mobiliario moderno y lleno de jóvenes talentos trajeados que buscaban hacerse un hueco en el mundo de las finanzas. También con un sistema informático puntero, acorde con Madoff, un pionero en la introducción de la tecnología electrónica en el negocio bursátil, que le llevó a presidir el Nasdaq durante años.
La planta de la estafa
Lo que nadie sabía –o nadie quería saber– era lo que ocurría un piso más abajo, en la planta 17. Una oficina cochambrosa, desordenada, tomada por papeles y recibos, sin rastro de corbatas entre los oficinistas, un grupo de empleados sin estudios que llevaban décadas al lado de Madoff. Por allá no pasaban ni los clientes y amigos acomodados del inversor ni los reguladores. Se accedía por una puerta oculta, que se cerraba con llave. Y, frente a la tecnología de los pisos de arriba, un ordenador IBM anticuado en el que Madoff ejecutaba su estafa: se inventaba movimientos de compraventa de acciones con los que respaldaba las
supuestas ganancias de sus inversores. Después se imprimían recibos de esos retornos y se enviaban por correo a los clientes satisfechos. Nadie cuestionaba nada. Un auditor sin lustre, apenas con una oficina en Long Island y sin clientes de entidad, firmaba que todo iba bien.
Esa antigualla informática era el brazo ejecutor de un fraude piramidal gigantesco, con probabilidad el mayor de la historia. Madoff recaudaba dinero de inversores con la promesa de beneficios. Siempre cumplía, pero no por ser el Midas que convertía en oro todo lo que tocaba. Simplemente, pagaba los retornos prometidos con nuevos fondos de otros clientes. Mientras tanto, él se quedaba parte de esos fondos, con los que se costeó una vida de lujo: dúplex en el Upper
East Side, mansión en los Hamptons, otra en Palm Beach, una más en el Sur de Francia… Hasta que la burbuja estalló en otoño de 2008.
Madoff había logrado que su fraude sobreviviera a varias crisis financieras. De hecho, esas crisis fueron las que le convirtieron en un gestor de activos atractivo. En un mercado bursátil cada vez más volátil, él era capaz de mantener los retornos de entre el 10 y el 12% que prometía a sus clientes. Daba igual que en la Bolsa hiciera sol, lluvia o tormenta, Madoff era capaz de dar beneficios consistentes. Su ‘hedge fund’ surcaba crisis financieras –la de comienzos de la década de 1990, la de 1998– como un trasatlántico. Los clientes iban a él por una mezcla de miedo y avaricia. Madoff no daba tanto como otros fondos más agresivos pero era consistente como un reloj suizo, de esos de los que amasó una gran colección.
En el otoño de 2008, la mayor crisis desde la Gran Depresión de 1929 fue diferente. Con el tsunami de las hipotecas de baja calidad y la caída de entidades financieras de primer nivel como Lehman Brothers, el fraude piramidal se había convertido en un monstruo –según su contabilidad falsa, gestionaba para entonces más de 60.000 millones de dólares– con pies de barro. Cuando los inversores empezaron a reclamar la devolución de sus fondos, se desplomó como un castillo de naipes. Incapaz de entregar los fondos reclamados ni de encontrar nuevos clientes que mantuvieran la estafa a flote, reunió a su familia y confesó.
Sin explicación inocente
«Es todo una gran mentira», reconoció sobre su negocio ante su mujer, Ruth, y sus dos hijos, Mark y Andrew, una noche del mes de diciembre de aquel año. Ambos trabajaban en los dos pisos de arriba, en la parte legítima del negocio. Los hijos se lo contaron a las autoridades y, al día siguiente, el FBI llamó a la puerta. Madoff les recibió en albornoz y volvió a confesar. Los agentes le preguntaron si había «una explicación inocente» al fraude. «No hay una explicación inocente», respondió Madoff.
Fue el principio del fin para Madoff, un hombre que pasó, de la noche a la mañana, de ser leyenda de Wall Street a paria. La leyenda se construyó alrededor de la idea del ‘hombre hecho a sí mismo’, el chico humilde hecho a sí mismo. Se crió fuera de los círculos de poder de Nueva York, en un barrio de clase media de Queens, dominado por la comunidad judía, a la que él pertenecía. Sus cuatro abuelos fueron emigrantes de Europa del Este, miembros del aluvión de judíos que escapaban de la persecución y los pogromos. Muchos de ellos florecieron en un EE.UU. que alienta la iniciativa privada y la capacidad individual. Pero pocos lo hicieron como Madoff, convertido en un ídolo en su barrio, filántropo de innumerables organizaciones caritativas y educativas judías.
Iba para abogado, pero dejó la carrera a medias porque veía un camino más directo al éxito en las finanzas. Con los ahorros de su trabajo como socorrista en verano y de un negocio de instalación de as
Arruinó a ricos y pobres. A famosos como Steven Spielberg y a gente común que acabó subsistiendo de vales de comida
Dos de los arruinados se suicidaron. También uno de sus hijos, y el otro murió de cáncer
persores, montó su primera firma financiera, un chiringuito para cobrar comisiones por la compraventa de activos de compañías que no cotizaban en los grandes mercados bursátiles.
Con una mentalidad visionaria de la tecnología, impulsó su firma en la década de los setenta y ochenta hasta convertirse en un financiero de prestigio. No está claro cuándo desdobló su actividad para montar el fraude piramidal. Según los investigadores, se remontó al menos hasta el comienzo de la década de 1990. Madoff no discriminó en el timo. Aceptó primero dinero de familiares, vecinos, empleados, miembros de su club deportivo. Su éxito y su rentabilidad le convirtió en un gestor deseado. Todo el mundo quería darle su dinero. La pirámide creció hasta gestionar grande sumas de multimillonarios, de colectivos de pequeños inversores –como fondos de jubilados en Florida– o fundaciones y organizaciones caritativas que vieron sus ahorros esfumados.
Madoff arruinó a ricos y a pobres. Desde famosos como el director Steven Spielberg o el actor Kevin Bacon, a gente como común con Miriam Siegman, una jubilada que testificó en su juicio y que aseguró que las pérdidas le obligaran a subsistir con vales de comida y escarbando en la basura.
Cuando se descubrió el pastel, Madoff se convirtió de forma automática en un paria, en la encarnación del mal. La beligerancia contra el estafador quizá se debía también a que puso a parte de la sociedad contra su espejo. Nadie le cuestionó mientras les regaba de dinero, aunque fuera ficticio. El episodio fue una humillación para los reguladores, acostumbrados a alternar con Madoff, a quien consideraban una voz de prestigio en Wall Street. También para entidades como JPMorgan Chase, donde el inversor tenía sus cuentas personales, desde las que recogía y mandaba el dinero de su supuesto ‘hedge fund’. ¿Nadie vio nada?
«Ceguera deliberada»
El propio Madoff respondió a eso desde la cárcel, en una entrevista con ‘The New York Times’ en 2011, en la que acusó a las entidades de Wall Street de «ceguera deliberada». «Lo tenían que saber», dijo entonces. «Pero su actitud era como ‘si estás haciendo algo mal, no lo queremos saber’».
Hizo mal, y mucho. Y a muchos. Con la presencia de inversores institucionales y bancos entre sus clientes, las pérdidas se extendieron a decenas de miles de personas por todo el mundo. Las autoridades han recuperado buena parte de más de 17.000 millones de dólares perdidos, pero muy lejos de las supuestas ganancias. Dos de los arruinados se suicidaron. La tragedia también impactó de lleno a la familia Madoff. Uno de sus hijos, Mark, se suicidó el 10 de diciembre de 2010, en el segundo aniversario de la confesión de su padre. El otro, Andrew, dijo que el estrés de la situación provocó la reaparición de un cáncer. Murió por esa enfermedad en 2014. Su hermano, Peter, que trabajaba en la ‘oficina legítima’ también fue a la cárcel.
El legado de Madoff se siente todavía hoy. Se convirtió en el símbolo de la avaricia de Wall Street, de los problemas de regulación, de la brecha entre los que se aprovechan de su acceso a los círculos financieros y los que sobreviven como simples trabajadores. Dos años después de la sentencia de Madoff, la resaca de la crisis financiera emulsionaba en ‘Occupy Wall Street’, un movimiento anticapitalista centrado en Nueva York pero conectado con otras crisis, como la inmobiliaria de España y el 15-M. La desconfianza hacia Wall Street ha sido también un impulso a los mercados alternativos de criptomonedas o a la reciente rebelión de pequeños inversores con GameStop. La mancha del líquido de esa pera no se fue con el cambio de alfombra, ni ahora con la muerte de Madoff.