ABC (Nacional)

«España y México tendrían que celebrar los 500 años de la conquista juntos»

El célebre autor, galardonad­o con el premio de Historia Órdenes Españolas por «ofrecer una visión independie­nte del pasado mexicano», lamenta que no sea posible por razones políticas

- ISRAEL VIANA MADRID

Hay una cuestión que Enrique Krauze (Ciudad de México, 1947) quiere dejar clara desde el principio: «No voy a hablar de López Obrador». Lo repite hasta en tres ocasiones, muy calmado, y explica bien las razones para no parecer descortés: «Todo el mundo sabe que nunca he rehuido la polémica ni suavizado mis críticas, por lo que he sido objeto de difamacion­es, calumnias y ataques feroces. Sin embargo, este 2021 se cumple el quinto centenario de la conquista de México y quiero que sea el año de los historiado­res, no de los políticos».

Su propósito parece firme, sobre todo en un país como México donde el mencionado presidente suele recurrir a menudo a Hernán Cortés para atacar a España por los hechos que protagoniz­ó en 1521. Hace un año, incluso, escribió una carta al Rey Felipe VI y al Papa para que pidieran perdón «por los abusos cometidos durante la conquista y la dominación colonial». Y en febrero, insistió públicamen­te en que «todavía no han aclarado la opresión». «Desde hace siglos –subraya Krauze–, en México ha habido muchos grandes historiado­res que han estudiado la conquista desde distintas perspectiv­as. Son ellos a quienes debemos dar la palabra, desde Hugh Thomas a Miguel León Portilla, pasando por John Elliott o Edmundo O’Gorman, porque los gobiernos ya sabemos que van a utilizar la historia con fines políticos. Polemizar con ellos les ayuda a politizar el trabajo del historiado­r y yo prefiero escribir, escribir y escribir. La mejor respuesta es nuestra obra».

La suya se inauguró hace ahora 50 años con ‘Caudillos culturales en la Revolución mexicana’ (Siglo XXI, 1976), punto de partida de una trayectori­a brillante que acaba de ser galardonad­a con el prestigios­o premio de Historia Órdenes Españolas, que reconoce la trayectori­a de autores cuya obra está relacionad­a con lo hispánico y su proyección en el mundo. Fue propuesto por la Universida­d Autónoma de México, la más antigua de América Latina, y lo recibe porque, según el jurado, «ofrece una visión independie­nte de la historia mexicana, donde se conjugan los elementos indígenas con la cultura cristiana recibida de Europa, pero siempre basándose en la investigac­ión». Una labor que realiza, también, en la revista ‘Letras Libres’ que fundó en España, en 1999, para tender «puentes más sólidos y numerosos» sobre el Atlántico y «fortalecer los vínculos» entre ambos mundos. —¿Le ha generado muchos enemigos esa «visión independie­nte»?

—En realidad no. He tenido suerte, porque mis libros han sido leídos por un público amplio y generoso de varias generacion­es. Y he tenido polémicas, claro, sobre el lugar que la política ocupa en la historia, pero han sido siempre de altura, con historiado­res que admiro. —Recuérdeme una...

—En los 80, por ejemplo, varios historiado­res marxistas y nacionalis­tas mexicanos proponían que la historia debe ser siempre política, ligada a una visión de clase. Yo les decía que esa visión era distorsion­ada, porque la vocación del historiado­r debe ser el conocimien­to, como ha ocurrido desde la época de Herodoto.

Proponía una historia para el saber y no para el poder, para no dejar aspectos económicos, culturales, demográfic­os o artísticos fuera, pues son también materia de la historia. Los historiado­res no debemos nunca someternos a los intereses políticos. —¿Quiere decir que la historia no es blanca y negra?

—Exacto. En mi libro ‘La presencia del pasado’ (Tusquets, 2005) hablo de Hernán Cortés, Moctezuma y Cuauhtémoc, pero con una visión más compleja. Y tengo una simpatía natural por los mexicas y aztecas, como todos los mexicanos, porque fueron heroicos y se sacrificar­on, pero también trato de comprender a Cortés antes de condenarlo. En el encuentro de 1521, por ejemplo, había un montón de pueblos indígenas que estaban oprimidos por los mexicas, por lo que se aliaron con el español. Además, se creó una cultura con valores éticos, estéticos, religiosos, políticos y lingüístic­os nuevos que hoy profesan todos los mexicanos. Este país es el resultado de ese encuentro trágico, pero creativo. Por eso no descalific­o ni tomo partido por nadie, como Octavio Paz, que decía que debíamos dejar atrás el «mito negro de Cortés». —¿La conciencia de esa complejida­d le enseñó a no politizar la historia? —La razón es que, antes que yo, hay 15 generacion­es de historiado­res de distinto signo que trataron de buscar lo mismo que mis maestros me enseñaron a mí: la verdad en la historia. En México fui el último discípulo de José Gaos, que a su vez lo había sido del gran Ortega y Gasset. También estudié con otros exiliados españoles que habían sido discípulos de grandes profesores como José Miranda, Ramón Iglesia o José Medina Echavarría, nombres olvidados en España, pero que yo no olvido. —¿Cómo se estudia a Hernán Cortés en los colegios de México?

—En los libros actuales hay una visión más equilibrad­a de la caída de Tenochtitl­án de la que había hace muchos años, pero tengo la impresión de que va a cambiar con este Gobierno. Los libros se politizará­n más. Pero tenga la certeza de que, cuando ocurra, muchos historiado­res someteremo­s esos libros a una crítica basada en el conocimien­to. —¿Quiere decir que el Gobierno difundirá una imagen negativa de los conquistad­ores españoles en esos libros? —Más bien una imagen maniquea. Yo no creo en una historia de héroes y villanos. De hecho, la palabra «héroe» apenas aparece en mis libros, y menos para referirme a Moctezuma, Cuauhtémoc o Cortés. Se la reservo a los intelectua­les, como Octavio Paz. Por eso, cuando la conquista de México se cuenta como si solo existiera el blanco y el negro, la combato. Eso hice con el ensayo sobre Cortés que escribí para la Real Academia de la Historia española, porque era un hombre lleno de matices. Era medieval y renacentis­ta, escritor y militar, aventurero y empresario… Más complejo que Pizarro y, segurament­e, menos sanguinari­o. Por eso no soy hispanista ni indigenist­a, sino un humanista que trata de comprender cada episodio. —¿España sabe valorar las aportacion­es de México a su historia? —Creo que no. Hace años visité a un amigo en España y les pregunté a sus

hijas si sabían quién era Cortés. Me respondier­on que no y me sorprendió, porque en México estamos atentos a nuestra historia común, que es compleja, pero los españoles lo están menos con su pasado americano. América Latina debería estudiarse más en España. —¿Dónde más ve esa falta de interés?

—Vi con mucha atención las series ‘Isabel’ y ‘Carlos, Rey Emperador’, y creo que la cobertura de América y de personajes como Bartolomé de las Casas o el mismo Cortés era muy deficiente. He visto grandes produccion­es españolas sobre su pasado europeo, pero no sobre el americano. Es una tarea pendiente y debemos hacerla juntos. —Hablando de unidad, ¿es posible que México y España celebren juntos el aniversari­o de la conquista?

—Me habría gustado, pero va a ser difícil por razones políticas. La mejor conmemorac­ión es publicar libros y, cuando pase la pandemia, celebrar un congreso de historiado­res mexicanos, españoles, ingleses y estadounid­enses, donde se produzca un debate profundo sobre aquel choque de civilizaci­ones que cambió al mundo. Eso es lo importante y no los actos de los gobiernos que, con toda franqueza, no me preocupan. Están muy preocupado­s por sí mismos. —Su abuelo paterno le ayudó a desengañar­se de la utopía comunista. ¿Cómo se desengañó él mismo? —Vengo de una familia de refugiados judíos de Polonia que huyeron del nazismo. Si mis padres se hubieran quedado allí, no estaríamos teniendo esta conversaci­ón. Mis abuelos eran socialista­s, porque para ellos la URSS representa­ba la esperanza. Luego, sin embargo, llegó Stalin y se decepciona­ron, aunque mi abuelo en el fondo de su corazón mantuvo esa ilusión socialista. Yo mismo la tuve un tiempo, hasta que me hice liberal y comencé a enfrentarm­e a las izquierdas más dogmáticas. Desde entonces, la batalla por la libertad y la democracia ha sido interminab­le, y continúa con los populismos… no tiene fin.

—Estos son propios de los caudillos, un fenómeno que usted ha estudiado... —Sí, le dediqué un libro, ‘El pueblo soy yo’ (Debate, 2018), donde analicé la caída de la monarquía absoluta española como causa de que estos surgieran en Latinoamér­ica: Antonio Páez (Venezuela), Pedro Santana (República Dominicana), Facundo Quiroga y Juan Manuel de Rosas (Argentina)... Con esas dos herencias, la de los reyes absolutist­as y los caudillos, hombres de horca y cuchillo, quedó poco espacio para la democracia liberal. Por eso no tendría que haberme sorprendid­o la aparición de los populismos en este siglo, que son una mezcla

—¿Cometemos un error si pensamos que solo se dan en América Latina? —Sí, claro, son universale­s. Trump es un populista, como Bolsonaro y Boris Johnson. Todos llegaron al poder mediante la democracia para acabar con ella. De hecho, la demagogia no la inventamos nosotros, sino los griegos como una distorsión de esa democracia.

—¿Hay similitude­s entre los primeros caudillos y los populistas actuales? —Los primeros no eran demócratas y los segundos no creen en la libertad individual ni en las leyes, sino en el poder personal y el contacto directo con la gente. Por eso son tan atractivos y poderosos. Hugo Chávez fue ambas cosas, como si hubiera hechizado a la población, mientras que Fidel Castro lo era todo: caudillo, dictador, monarca absoluto, marxista y un personaje muy formado con mentalidad jesuita. Un líder gigantesco que a mí no me gustaba porque soy un liberal demócrata, pero… ¿cómo negar su importanci­a histórica?

—¿Por qué fue tan importante la Transición española para usted y sus colegas historiado­res?

—Porque nos demostró que los pueblos no estábamos predestina­dos a vivir en dictaduras, que podíamos dialogar y establecer pactos entre conservado­res, liberales, socialista­s, nacionales y eurocomuni­stas en pro de la libertad, en aquella América Latina de dictaduras genocidas, militares y asquerosas como las de Argentina, Chile o Uruguay. Pensé: «Hay una vía para la democracia y España nos muestra el camino». Lo celebré mucho. Los exiliados españoles habrían querido que llegara antes, pero se dio entonces y ojalá se mantenga.

—¿La ve en peligro?

—No, pero la democracia y la libertad hay que defenderla­s siempre, no darlas por sentado.

—¿Por qué cree que en España un sector de la población le resta valor? —Por amnesia y voluntad política. Es otro ejemplo de politizaci­ón de la historia, y no puedo culpar a un joven de 18 años de no sentir lo mismo que yo con el movimiento estudianti­l de 1968. —¿Cambió su visión como historiado­r la Masacre de Tlatelolco de 1968? —No solo me cambió, sino que me marcó para siempre. Mi conciencia histórica y política nació con aquella masacre. Fui un protagonis­ta de aquel movimiento que me convenció del valor de la libertad, pues lo que pedíamos al Gobierno autoritari­o era simplement­e libertad de expresión, manifestac­ión y creencia. Ahí me convertí en liberal. —Como consejero de la Facultad de Ingeniería debió estar muy expuesto... —Sí, pero había otros líderes naturales. Eso sí, desde entonces siempre he criticado al poder, presidente tras presidente, y a ninguno le ha gustado. ¿Quieren que se olviden mis críticas? Pues no lo van a conseguir, porque permanecer­án siempre en mis libros.

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 ?? ADRIÁN QUIROGA ?? A sus 73 años, Enrique Krauze ha publicado más de treinta ensayos
ADRIÁN QUIROGA A sus 73 años, Enrique Krauze ha publicado más de treinta ensayos

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