Apóstol del ecumenismo
Pablo VI le animó a unirse a la diplomacia vaticana
Apunto estuvo el joven Edward Idris Cassidy de no ser ordenado sacerdote: dos episodios de su vida temprana, el ser hijo de padres divorciados no católicos y el no haber estudiado en escuelas católicas, fueron considerados como impedimento por los responsables eclesiales de su barriada de Sídney. El que su abuela hubiera conseguido que le bautizasen tampoco convenció; por lo que cuando cumplió 18 años se dirigió directamente al arzobispo de Sídney. Éste último, tras verificar la solidez de una vocación, autorizó su ingreso en el seminario. Sus inicios tuvieron como escenario la humilde diócesis sufragánea de la suya hasta que aceptó la sugerencia de su obispo de proseguir su formación en Roma, donde obtuvo un doctorado en Derecho Canónico. Una vez en la Ciudad Eterna se fijó en él el futuro Pablo VI, quien le animó a unirse a la diplomacia vaticana.
Cassidy estuvo a la altura de las circunstancias en lugares en los que abundaban los avisperos, políticos y religiosos: fue el primer representante vaticano en un Bangladesh que acababa de alcanzar su independencia de forma trágica, y el último –aunque no residente– en Taiwan; asimismo, consiguió, cuando se hizo cargo de la Nunciatura apostólica en Sudáfrica, que las autoridades de un país que aún practicaba el ‘apartheid’ no objetase el nombramiento de obispos de color. Más tranquila resultó su estancia en los Países Bajos, su base de repliegue hasta que en 1988 fue llamado de vuelta a Roma para desempeñarse como sustituto de la Secretaría de Estado, uno de los puestos claves de la maquinaria vaticana. Apenas duró un año en el Palacio Apostólico, pues Juan Pablo II estimó que sería más útil en la presidencia del Pontificio Consejo para la Unidad de los Cristianos, dicasterio competente en materia ecuménica. En paralelo, también se le encomendó las relaciones con el judaísmo.
Cassidy iba a demostrar sus mejores artes diplomáticas en esta doble posición. Con una paciencia infinita, aparejada con una voluntad férrea, el ‘conseguidor tranquilo’ –así le llamaba la publicación católica ‘The Tablet’– dedicó doce años a afrontar contratiempos y zurciendo acuerdos doctrinales con otras confesiones cristianas. Un estilo y un método que le han hecho pasar a la posteridad como el artífice de la Declaración Conjunta sobre la Justificación, firmada con la Federación Luterana Mundial en 1999. De ahí sus posteriores protestas cuando meses después la Congregación para la Doctrina de la Fe, endureció o, según se vea, simplemente puntualizó las esencias del catolicismo, a través de la Declaración Dominus Iesus.