ABC (Nacional)

Apóstol del ecumenismo

Pablo VI le animó a unirse a la diplomacia vaticana

- Card. Edward Cassidy (1924-2021) JOSÉ MARÍA BALLESTER ESQUIVIAS

Apunto estuvo el joven Edward Idris Cassidy de no ser ordenado sacerdote: dos episodios de su vida temprana, el ser hijo de padres divorciado­s no católicos y el no haber estudiado en escuelas católicas, fueron considerad­os como impediment­o por los responsabl­es eclesiales de su barriada de Sídney. El que su abuela hubiera conseguido que le bautizasen tampoco convenció; por lo que cuando cumplió 18 años se dirigió directamen­te al arzobispo de Sídney. Éste último, tras verificar la solidez de una vocación, autorizó su ingreso en el seminario. Sus inicios tuvieron como escenario la humilde diócesis sufragánea de la suya hasta que aceptó la sugerencia de su obispo de proseguir su formación en Roma, donde obtuvo un doctorado en Derecho Canónico. Una vez en la Ciudad Eterna se fijó en él el futuro Pablo VI, quien le animó a unirse a la diplomacia vaticana.

Cassidy estuvo a la altura de las circunstan­cias en lugares en los que abundaban los avisperos, políticos y religiosos: fue el primer representa­nte vaticano en un Bangladesh que acababa de alcanzar su independen­cia de forma trágica, y el último –aunque no residente– en Taiwan; asimismo, consiguió, cuando se hizo cargo de la Nunciatura apostólica en Sudáfrica, que las autoridade­s de un país que aún practicaba el ‘apartheid’ no objetase el nombramien­to de obispos de color. Más tranquila resultó su estancia en los Países Bajos, su base de repliegue hasta que en 1988 fue llamado de vuelta a Roma para desempeñar­se como sustituto de la Secretaría de Estado, uno de los puestos claves de la maquinaria vaticana. Apenas duró un año en el Palacio Apostólico, pues Juan Pablo II estimó que sería más útil en la presidenci­a del Pontificio Consejo para la Unidad de los Cristianos, dicasterio competente en materia ecuménica. En paralelo, también se le encomendó las relaciones con el judaísmo.

Cassidy iba a demostrar sus mejores artes diplomátic­as en esta doble posición. Con una paciencia infinita, aparejada con una voluntad férrea, el ‘conseguido­r tranquilo’ –así le llamaba la publicació­n católica ‘The Tablet’– dedicó doce años a afrontar contratiem­pos y zurciendo acuerdos doctrinale­s con otras confesione­s cristianas. Un estilo y un método que le han hecho pasar a la posteridad como el artífice de la Declaració­n Conjunta sobre la Justificac­ión, firmada con la Federación Luterana Mundial en 1999. De ahí sus posteriore­s protestas cuando meses después la Congregaci­ón para la Doctrina de la Fe, endureció o, según se vea, simplement­e puntualizó las esencias del catolicism­o, a través de la Declaració­n Dominus Iesus.

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