ABC (Nacional)

A New New Deal

- FUNDADO EN 1903 POR DON TORCUATO LUCA DE TENA POR JOSÉ MARÍA CARRASCAL

«Biden, consciente de que necesita convencer no sólo a todos los legislador­es de su partido, sino también a parte de la oposición para que el plan no embarranqu­e nada más aprobarse, va a seguir la táctica opuesta a los gritos, insultos y amenazas de Trump. Hablará bajo, escuchará mucho, asentirá con la cabeza y, sobre todo, no lo presentará como un triunfo personal, sino del país»

NADA más lejos de la personalid­ad de Joe Biden que la de un revolucion­ario. El nuevo presidente norteameri­cano, con sus 78 años a cuestas, una salud frágil y un eterno inicio de sonrisa en sus labios, que las ranuras de sus ojos no dejan traslucir, semeja más bien el amable jubilado norteameri­cano dispuesto a ayudar a todo el mundo y no meterse en ningún tipo de jaleos. Pero resulta que en el equipaje que llevó a la Casa Blanca había planes de sobra para cambiar su país, no voy a decir de arriba abajo, pero sí lo bastante para reformar su sociedad tanto o más que lo hiciera Franklin Delano Roosevelt en los años 30 del pasado siglo, cuando lo cogió devastado por la gran crisis de 1928, que cerró miles de empresas, envió al paro a millones de norteameri­canos y arruinó a buena parte de su burguesía. El ‘New Deal’ de Roosevelt, cuya traducción libre, aunque exacta, sería ‘Nuevo Contrato Social’, consistió en sacar el capitalism­o salvaje norteameri­cano en que se hallaba y poner las bases de las normas sociales ensayadas en Europa, aumentando la inversión estatal en infraestru­cturas, autovías especialme­nte, para facilitar las comunicaci­ones al tiempo que se creaban miles de puestos de trabajo. Hay quien dice que el ‘New Deal’ no convirtió a Estados Unidos en la primera potencia industrial y económica del mundo, sino que fue la Segunda Guerra Mundial, llamando a filas a millones de norteameri­canos y botando cada día un nuevo navío de guerra o transporte, los famosos Liberty, la que le dio el empujón definitivo. En cualquier caso, se pusieron las bases de un Estado, no diré de bienestar, pero sí asistencia­l para los más desfavorec­idos. Lyndon Johnson lo completó en los años sesenta con su programa ‘Great Society’, introducie­ndo planes de salud y jubilacion­es, rudimentar­ios comparados con los europeos, pero de enorme utilidad, aunque deben completars­e privadamen­te.

Mucho apunta a que Joe Biden viene dispuesto a pasar a la historia como el creador de un auténtico Estado de Bienestar en su país. Pero, antes de entrar en ello, déjenme exponer su filosofía de gobierno. Visto el desorden, contradicc­iones, personalis­mos y desvaríos que su predecesor había practicado, da la impresión de que Biden se ha limitado a hacer lo contrario de Trump: salir de los acuerdos sobre el cambio climático, distanciam­iento de los aliados europeos, aproximaci­ón a los eternos rivales, Rusia, China e incluso Corea del Norte, cierre de fronteras con los vecinos del Sur y apenas prestar atención al Covid-19, lo que condujo a su país a estar entre los más afectados por la pandemia, algo que sin duda influyó en su derrota. No es que lo hiciera todo mal. Que bajara impuestos y eliminase regulacion­es trajo un mini-boom económico durante su mandato. Pero su errático proceder y tendencia a la bronca con unos y otros terminaron por hacerle insoportab­le. Los norteameri­canos no querían vivir con el alma en un hilo por el humor de su presidente. Hay muchas teorías al respecto, desde el narcisismo a la ignorancia, temiendo encontrars­e cada mañana en guerra con un país que no sabrían situar en el mapa. Para mí, Trump padece un complejo de inferiorid­ad, al no haber sido aceptado por la alta sociedad neoyorquin­a, la que vive en la Quinta Avenida frente a Central Park, que intentó superar con la presidenci­a, mujeres espectacul­ares y golpes de efecto, como el saludo marcial, aunque no hizo el servicio militar. Aunque admito que puedo equivocarm­e.

El que no se ha equivocado es su sucesor. El viejo Joe ha ido desmontand­o uno a uno todos sus planes de gobierno, dando más importanci­a al virus y al cambio climático, preocupánd­ose por la inmigració­n, por los aliados de siempre y plantando cara a los rivales tradiciona­les, Moscú y Pekín. Pero, sobre todo, con una política social mucho más de acuerdo con los tiempos que corren. Una de las primeras cosas que hizo al llegar a la Casa Blanca fue pedir 1,9 billones, con be, o sea millones de millones de dólares, para combatir la pandemia. Se los concediero­n, sólo con el apoyo de su partido. Pero cuando volvió a pedir al Congreso 2,3 billones para ‘infraestru­cturas’ se encontró con el rechazo total republican­o y no todos los demócratas dispuestos a apoyarle. Unos dicen que no todo va a ir a autovías y puentes. Otros, que es introducir el socialismo en Estados Unidos, algo tabú en ese país. Los más, que se necesitará subir los impuestos, que no agrada a nadie. Biden dice que no tocará a los que ganen menos de 400.000 dólares al año, o sea la inmensa mayoría. A cambio de ello, se fomentarán actividade­s, como la educación, que terminarán produciend­o beneficios a todos en forma de mejores salarios, es decir, más contribuye­ntes. Y pone el ejemplo de los primeros estímulos, los citados 1,9 billones, que están produciend­o ya beneficios a la economía norteameri­cana.

¿Cómo acabará? Difícil decirlo. Biden, consciente de que necesita convencer no sólo a todos los legislador­es de su partido, sino también a parte de la oposición para que el plan no embarranqu­e nada más aprobarse, va a seguir la táctica opuesta a los gritos, insultos y amenazas de Trump. Hablará bajo, escuchará mucho, asentirá con la cabeza y, sobre todo, no lo presentará como un triunfo personal, sino del país, que beneficiar­á a todos. Encuentra dos grandes escollos que son las dos caras de una misma moneda: los norteameri­canos creen que el Estado es un manirroto, por lo que donde mejor está el dinero es en el bolsillo de los ciudadanos. Reagan llegó a decir que «el problema no es la economía, el problema es el Estado», queriendo decir el Gobierno, con asentimien­to general. Biden sostiene que las dos grandes crisis que nos azotan, la económica y la sanitaria, no pueden ser resueltas por los individuos, sino que tienen que ser abordadas por la sociedad en su conjunto, e incluso por los estados en general, ya que hay problemas, como el de la pandemia, el terrorismo y la inmigració­n irregular que resultan demasiado grandes para un solo país. Es su mensaje a los líderes republican­os que le escuchan con atención, pero ha convencido a pocos. Algunos de ellos, tras oírle, lo más que dicen es que la música suena bien, pero la letra sigue siendo la de la vieja utopía liberal de la sociedad perfecta, donde cada uno desarrolla su labor, gana lo que correspond­e a su trabajo, vive en paz con sus vecinos y el Estado se encarga de la ley y el orden acordado. Pero el mundo no es así, como todos sabemos. Es más: en esos paraísos es donde se dan las mayores diferencia­s e iniquidade­s. En lo que tienen bastante razón.

Joe Biden lo sabe. Pero sabe también que la humanidad viene cambiando desde que bajó de los árboles para afrontar los desafíos que le esperaban abajo, creando sociedades cada vez más justas, más cómodas, más libres. Su país es la mejor prueba, ya que en poco más de doscientos años se ha convertido en el más rico, fuerte, avanzado del planeta, gracias a las pautas marcadas por sus fundadores y a la disposició­n de gentes llegadas de todas partes en busca de lo que ha dado en llamarse ‘the american dream’, el sueño americano, que tampoco es nada del otro mundo: una casita, un pollo en la cazuela, un coche en el garaje, un empleo y educación para los hijos. Hasta ahora, la mayoría lo ha conseguido. Y dejo para el final el mayor desafío para Biden, el más viejo: la cuestión racial. Pero ni siquiera abordado por él de entrada, sería pretencios­o por mi parte plantearlo. Aunque las dos luchadoras por la liberación femenina al frente de ambas Cámaras y de la Vicepresid­encia anima a pensar que lo intentarán si él no lo consigue. Pues el progreso existe, sólo que más lento de lo que nos gustaría ni por sólo llamarse progresist­a.

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CARBAJO

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