ABC (Nacional)

El triunfo del modelo Madrid

- POR XAVIER PERICAY Xavier Pericay es escritor

«Por paradójico que resulte, es esta España de las autonomías, tan imperfecta, tan necesitada incluso de reformas estructura­les de calado, la que ha permitido que el Ejecutivo de una comunidad autónoma haya plantado cara al mismísimo Gobierno central, oponiendo gestión a propaganda, transparen­cia a ocultación, éxito a fracaso, y haya salido airoso del envite»

LA victoria de Isabel Díaz Ayuso en las elecciones de ayer no por esperada resulta menos importante. Acaso porque las propias elecciones trascendía­n ya del ámbito de unos comicios autonómico­s y se adentraban en el de la política nacional. Pero también porque, nada más convocarse –y en esta ocasión en solitario, sin que el foco informativ­o tuviera que compartirl­as con las locales ni con el resto de las autonómica­s–, adquiriero­n un carácter plebiscita­rio. Lo que invitaba a esa bipolarida­d era sobre todo un modelo, el modelo Madrid. Los ciudadanos de la comunidad llamados a las urnas debían pronunciar­se a favor o en contra, debían apostar por perpetuarl­o y afianzarlo, o bien por enterrarlo de forma tal vez conclusiva; debían mojarse, en una palabra. Y lo hicieron: la participac­ión fue de récord en unas autonómica­s, y el resultado, inapelable. Tan inapelable que el número de escaños logrados por la candidatur­a de la presidenta saliente superó incluso la suma de los obtenidos por cada una de las tres fuerzas opositoras de izquierda.

¿Y en qué consiste ese modelo victorioso que los madrileños refrendaro­n de manera abrumadora con su voto? Básicament­e, en una gestión inteligent­e de la libertad. Libertad de enseñanza, en tanto en cuanto los padres pueden elegir el centro –incluyendo los de educación especial– donde desean que estudien sus hijos. Libertad en los días de apertura y en los horarios de los comercios. Libertad fiscal, que permite que ciudadanos y empresas, al contrario de lo que ocurre en casi todas las demás autonomías, tengan una carga impositiva más liviana y puedan disponer, por tanto, de un capital mayor. Y todo ello sin otro límite que la legalidad que emana de nuestro ordenamien­to constituci­onal. Esa conjunción entre lo público y lo privado, entre la colaboraci­ón institucio­nal y la libre iniciativa de los ciudadanos, ha ido conformand­o en lo que va de siglo un modelo, revalidado de modo reiterado en las urnas, que prima el esfuerzo y el trabajo, reconoce el mérito y fomenta la responsabi­lidad.

Pero, aun siendo dicho modelo lo que ayer estaba en disputa, no todos los sufragios cosechados por Díaz Ayuso responden estrictame­nte a la convicción de que merecía la pena perpetuarl­o. La apabullant­e victoria de la actual presidenta obedece también a haber confrontad­o, a lo largo del último medio año en especial, con el presidente del Gobierno, a haberse erigido en su contrafigu­ra y haber convertido la gestión de la pandemia llevada a cabo por su propio Gobierno en la mayor oposición a la que ha debido enfrentars­e Pedro Sánchez. Por paradójico que resulte, es esta España de las autonomías, tan imperfecta, tan necesitada incluso de reformas estructura­les de calado, la que ha permitido que el Ejecutivo de una comunidad autónoma haya plantado cara al mismísimo Gobierno central, oponiendo gestión a propaganda, transparen­cia a ocultación, éxito a fracaso, y haya salido airoso del envite. Y sin más armas, por cierto, que una oportuna y diligente administra­ción de sus recursos y una defensa inequívoca de la libertad.

Hubo un tiempo en nuestra democracia en que el modelo lo encarnó Barcelona. Ocurrió en los años ochenta y comienzos de los noventa del pasado siglo y el telón de fondo no lo representó por fortuna una tragedia humana y el consiguien­te empobrecim­iento social y económico, sino la celebració­n de unos Juegos Olímpicos. Pero dicho modelo tuvo que construirs­e también ‘a contrario’. En aquella época fue un gobierno autonómico, presidido por Jordi Pujol, el que trató por todos los medios de impedir el éxito de la ciudad regida por el alcalde Pasqual Maragall. Pero, al igual que ahora, triunfó el modelo, hasta el punto de permitir a aquella Barcelona abierta, moderna y cosmopolit­a que se enorgullec­ía de serlo y ya no existe –y, por extensión, al resto de Cataluña y a España entera– ‘ponerse en el mapa’, como suele decirse.

Las sociedades abiertas son siempre mucho más frágiles que las cerradas. Pero merecen la pena, toda la pena del mundo, dado que sólo en ellas puede desarrolla­rse en verdad la democracia liberal. Durante el último año, y de forma notoria en la larguísima campaña que precedió a la jornada de ayer, tanto el Gobierno de España como los partidos que lo integran o le prestan su apoyo han impugnado el modelo de Madrid mediante toda clase de recursos. Entre ellos no ha habido casi ninguno políticame­nte propositiv­o y digno de ser tomado en serio, esto es, de poder ser contrastad­o con los hechos y su pertinente evaluación. Las salvas que se han oído han desprendid­o a menudo un tufo autoritari­o y vengativo, propio de una concepción totalitari­a y, pues, antilibera­l de la política.

Hasta los manifiesto­s de presuntos intelectua­les y demás ralea, como el de los «26 infernales años» que habría vivido según ellos la comunidad, se han hecho más acreedores que nunca, en el mejor de los casos, al dicho aquel de Maribel. Decididame­nte, ni la convivenci­a ni la tolerancia estaban entre los propósitos de la turbamulta frentepopu­lista que ha intentado el asalto al Gobierno de la comunidad. Y en vista de los resultados –donde destaca el estruendos­o batacazo socialista–, está claro que la estrategia de campaña, si estrategia hubo, no le ha servido a ese frente popular redivivo para conseguir su tan anhelado objetivo, que no era otro que alcanzar el poder.

Que las urnas hayan revalidado una vez más el modelo constituye es, en definitiva, una excelente noticia. Porque, conviene recordarlo, ayer no ganó tan sólo el Partido Popular. Ni siquiera Isabel Díaz Ayuso, por más que su figura haya salido, y es de justicia señalarlo, enormement­e fortalecid­a de la contienda electoral. Ganó una determinad­a concepción de la política y de la gestión pública: eso que entendemos por modelo Madrid. Y es de esperar que dicho modelo, exento de cualquier inflamació­n identitari­a, pueda servir en adelante de referente para tratar de llevar no ya a la Comunidad de Madrid, sino a España entera por la senda del progreso, la convivenci­a y el bienestar. Que buena falta le hace.

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