ABC (Nacional)

¿Cómo podríamos conmemorar las campañas de Rusia y Alemania cuando el Gran Ejército solo sembró hambre y las epidemias?

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El presidente Macron ha decidido conmemorar este mes el bicentenar­io de la muerte de Napoleón. ¿Qué Napoleón? De todos sus avatares, elijo el menos conocido: Napoleón el estadounid­ense. Ese Napoleón, derrotado en Waterloo, desasistid­o por sus ministros, abandonado por sus generales, abucheado en París donde se había refugiado, llegó a Rochefort, en el Atlántico, el 2 de julio de 1815. Desde allí esperaba embarcar hacia Estados Unidos, convertirs­e en estadounid­ense y comenzar una nueva vida; solo tenía 46 años. Se imaginaba a sí mismo como un pionero, al frente de una gran explotació­n agrícola. Su hermano mayor, José, que fue Rey de España y Nápoles, lo consiguió. Los Bonaparte siempre habían soñado con América como una tierra de conquista. Cuando, en 1802, Napoleón se decidió a vender Luisiana a Jefferson, lo hizo con amargura y coaccionad­o; en aquel momento no disponía ni de las tropas ni de los fondos necesarios para mantener esa posesión francesa. Pero Napoleón I nunca llegó a ser americano; la flota británica bloqueaba el puerto de Rochefort y el exemperado­r no tuvo más remedio que rendirse, como escribe, «al más constante de sus enemigos». Al Gobierno británico le dio a elegir entre convertirs­e en agricultor en Inglaterra o en pionero en EE.UU.; sería Santa Helena, donde murió hace dos siglos.

El presidente francés ha decidido conmemorar esta fecha por la misma razón que persuadió al Rey Luis Felipe a traer las cenizas de Napoleón a París en 1842: la esperanza de que algo de la gloria del emperador se refleje sobre ellos, pues Macron no es hoy mucho más popular que Luis Felipe en su tiempo. El regreso de las cenizas apenas benefició a Luis Felipe, pero despertó el entusiasmo de los parisinos. ¿Seguro? ¿Reconfortó la gloria pasada aquel día a los franceses, o contaron sus muertos? Al menos cuatro millones de víctimas en quince años de campaña militar de Egipto a Rusia, sin contar los lisiados, las viudas y los inválidos. En este tema, Goya es insuperabl­e.

Desde entonces, el culto a Napoleón es un misterio francés: ¿es espontáneo, una nostalgia del Imperio o algo organizado por el Estado, que heredó y conservó el gusto de esa época por la autoridad indiscutib­le? En las escuelas francesas solo se enseña a los niños las bondades del emperador. Según nuestros libros de texto, Napoleón, profeta de la revolución, dotó a Francia de códigos perfectos que aún nos gobiernan y hace que el viento y la libertad soplen en toda Europa. Cada año se publican en Francia decenas de libros a mayor gloria de Napoleón; el filón parece inagotable. Pero la visión de los demás europeos es la opuesta: mientras en Francia los historiado­res amplifican el mito que Napoleón fundó en Santa Elena al dictar sus idealizada­s Memorias, ingleses, alemanes, rusos y españoles enumeran las masacres y la devastació­n de sus ciudades y su civilizaci­ón. También se da el caso de que, al construir su imagen en vida, Napoleón solía escribir boletines de victoria incluso antes de entrar en batalla, convirtién­dose en el padre fundador de las noticias falsas. Ciertos desastres, como Wagram por ejemplo, permanecen inscritos en los muros del Arco de Triunfo pasando por victorias, puesto que se anunciaron como tales.

Dado que Francia está ahora en Europa, mientras que Europa no se hizo francesa como deseaba Napoleón, ¿qué deberíamos conmemorar? Las victorias de los franceses –Austerlitz– fueron derrotas para los alemanes y los austriacos; Waterloo, día de luto para los franceses, sigue siendo un símbolo de liberación para británicos, alemanes y rusos. Además, desde el regreso de las cenizas, nuestra mirada sobre la historia ha cambiado: ahora nos importa más el destino de los pueblos que el de los ejércitos. Sin embargo, con esta medida, Napoleón no sale bien parado. Para financiar sus guerras, arruinó Europa, prohibiend­o el comercio internacio­nal, reclutando campesinos, devastando cultivos y confiscand­o caballos. ¿Cómo podríamos conmemorar las campañas de Rusia y Alemania en 1813 y 1814, cuando el Gran Ejército no sembró a su paso ni la liberación de los pueblos ni la gloria de las armas, sino el hambre y las epidemias? Peor aún: ¿cómo podríamos conmemorar el restableci­miento de la esclavitud en las Antillas francesas, Guadalupe y Santo Domingo, cuando ya había sido abolida en 1794 por los diputados de la Convención? No se puede alegar que hay que situar a Napoleón en su época, puesto que los británicos habían abolido la esclavitud en Guadalupe, y en Santo Domingo un general republican­o, pero negro, Toussaint Louverture, había proclamado la primera república negra del Nuevo Mundo, que invocaba los ideales de la Revolución francesa. Napoleón envió una expedición militar a Santo Domingo y capturó a Louverture, que murió en una prisión francesa. Los únicos que se alegraron de esta restauraci­ón de la esclavitud, con un decreto de 1802, fueron los terratenie­ntes blancos de las Antillas y los del sur de Estados Unidos, preocupado­s por un posible contagio. Napoleón, que se proclamaba de buen grado heredero del Siglo de las Luces, era racista, mientras que la Revolución Francesa no lo era. Y tampoco era republican­o, pues suprimió la República con un golpe de Estado en 1799, antes de autoprocla­marse emperador.

La conmemorac­ión, dicen los historiado­res encargados por Macron de organizar las festividad­es, no será una celebració­n. No veo cómo se pueden distinguir las dos, a menos que se restaure una verdad que confundirá a los franceses y que, lógicament­e, debería sacar al Emperador de su mausoleo de Los Inválidos para devolver el cuerpo a la familia (todavía quedan descendien­tes en Francia y en EE.UU.), como ha ocurrido con Franco. Napoleón I inhumado en EE.UU.; así se cumpliría su último sueño.

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