ABC (Nacional)

Del sueño americano a la amarga pesadilla de Juárez

Miles de familias con niños han sido deportadas a México tras cruzar ilegalment­e o tratar de entregarse en la frontera

- DAVID ALANDETE ENVIADO ESPECIAL A CIUDAD JUAREZ

Hubo tres días hace una semana en que María Alejandra Ordóñez, madre soltera de 19 años, y su hija Alexia Abigail, de tres, no sabían dónde estaban. Los agentes de inmigració­n de Estados Unidos no se lo dijeron, tras arrestarla a ella y a otras nueve personas que acababan de cruzar ilegalment­e el río Bravo en una pequeña lancha. Madre e hija habían pagado mil dólares, para ellas una fortuna, ahorros de toda una vida, a un pollero, como se conoce aquí a los traficante­s de personas. Detenidas en EE.UU., durmieron cada noche en un sitio distinto en el suelo de frías celdas, y en literas en grandes tiendas de campaña.

En este limbo, fueron interrogad­as varias veces, y pidieron asilo a EE.UU., porque, dijeron, la mara las estaba amenazando en su pueblo de Coatepeque, en Guatemala. Ella, que tenía su modesta tienda de abarrotes, un pequeño colmado, apenas ganaba 2.000 quetzales al mes, 210 euros para toda la familia, en largas jornadas de más de 12 horas. No tenía ni para subsistir, mucho menos para darle mordidas a la mara. María Alejandra tenía la certeza de que ella y su pequeña estaban sentenciad­as a muerte en su pueblo. Así que el 10 de marzo pusieron rumbo a EE.UU. Salieron de Guatemala y recorriero­n todo México, 3.000 kilómetros hasta la frontera, a pie y en autobús, durmiendo en el suelo, a la intemperie, en cunetas, en casas abandonada­s. Finalmente

llegaron al estado de Nuevo León y allí buscaron un lanchero.

En la lancha en que María Alejandra trató de cumplir su sueño, darle una vida mejor a su hija, viajaban otros niños, algunos solos, abandonado­s por sus padres, sabedores de que la nueva administra­ción estadounid­ense dice no deportar a menores de edad. Ella recuerda que algunos de esos niños, aterrados, tenían apenas tres años. A su mismo lado viajaba un bebé a los brazos de un hombre. A María Alejandra, antes de salir, uno de los polleros le dijo que su hija tenía más opciones de ser admitida en EE.UU. si la dejaba sola. «A las familias las devuelven», le advirtió. Ella se lo pensó, pero no logró reunir las fuerzas suficiente­s para dejar sola a su niña. «No podría seguir viviendo pensando que está sola», dice, junto a su hija, que la escucha atentament­e mientras cuenta su historia, y asiente con la cabeza, agradecida.

Deportadas en silencio

Tras contar las amenazas que padecía en Guatemala, y su indefensió­n siendo madre soltera, María Alejandra creyó por un instante que la ‘migra’ sí se hizo cargo de la gravedad de su situación. Finalmente, tras la tercera noche, un agente le dijo que la iban a llevar a una iglesia para tomarle los datos y de allí las llevarían a una residencia temporal. Cuando la subieron a un avión, María Alejandra suspiró aliviada mientras su hija gritaba

Capital del feminicidi­o Muchas madres con niños son deportadas a Juárez, una de las ciudades más peligrosas para mujeres

de alegría. Era la primera vez que iba a volar. El trayecto, que hizo con otros inmigrante­s aterrados y enmudecido­s, fue muy rápido.

En seguida las colocaron en un autobús. Tras 20 minutos en la carretera, María Alejandra notó algo que le llamó la atención, una gigantesca bandera, de color rojo, blanco y verde. Dos, de hecho, a ambos lados de un puente, que cruzaron sin que nadie les dijera nada. Enfrente, pudo leer, a la distancia: «Bienvenido­s a México, Ciudad Juárez, Chihuaha». Acababan de ser deportadas a una de las ciudades más peligrosas de México, donde miles de mujeres han desapareci­do o han sido encontrada­s muertas desde los 90. Abrazó a su niña, y lloró.

Hoy María Alejandra vive, con otras familias de deportados en caliente por EE.UU., en el gimnasio municipal Kiki Romero, cerca de la frontera, y a mil kilómetros de donde cruzó ilegalment­e a EE.UU. Por aquí han pasado 1.400 personas en apenas un mes. Duermen en literas y reciben desayuno, comida y cena. Según cuenta Lorena Montoya, de 45 años, asistente de derechos humanos en el gobierno municipal, estas semanas han sido dramáticas. «Han sido días muy malos porque nos estuvieron deportando a las familias que ni siquiera cruzan por Juárez, nos los deportan

Lázaro Montenegro, de 47 años, junto a su familia en Ciudad Juárez. por aquí porque otros estados no quieren deportacio­nes de mamás con niños por la violencia, como si aquí estuviéram­os de la gloria. Hay estados que se han arreglado con EE.UU. para no recibir familias con menores de 10 años, por el riesgo de seguridad, secuestros y demás».

Este amplio gimnasio, custodiado por la Policía por si se acercan los polleros para tratar de ofrecer sus servicios de cruce ilegal, está repleto de literas, que se han ido vaciando en días recientes porque muchos guatemalte­cos y hondureños han vuelto resignados a sus países. Otros, los menos, han logrado cita en EE.UU. para tramitar el asilo. Hay también familias mexicanas que han tratado de entregarse, huyendo de la extorsión y las amenazas del narco.

A Juan Diego y Lázaro José Montenegro, de 17 y 13 años, el narco quiso reclutarlo­s en Queréndaro, su pueblo de Michoacán. Su padre, Lázaro, de 47 años, se negó, y comenzaron las amenazas. Les dejaron notas con promesas de muerte. Cortaron la luz de la casa. Unos desconocid­os les mostraron armas en plena calle. Al tío de los niños, lo secuestrar­on. El mensaje quedó claro: los chavales eran del narco, según dice el padre, «para que aprendan a robar, asesinar, secuestrar».

Lázaro, que tiene familia en Chicago, tomó una decisión. En septiembre, él, su mujer, su hermano y sus cuatro hijos pusieron rumbo al norte, 1.700 kilómetros a pie y en autobús. No quisieron jugársela con los polleros. Creían tener razones suficiente­s para pedir asilo. El 7 de abril cruzaron todos juntos el puente que une Ciudad Juárez con El Paso (Texas). Allí pidieron asilo. Tomaron sus datos y los expulsaron, sin darles acuse de recibo. Así lo ha estado haciendo el Gobierno de EE.UU. desde la pandemia: al programa iniciado por Donald Trump para que los peticionar­ios de asilo esperen una decisión en México se ha unido el decreto que cierra a cal y canto la frontera por la pandemia de coronaviru­s. Todos mantenidos por Joe Biden.

Desde entonces, la familia Montenegro espera en el limbo de este albergue. Al padre le llegan tentacione­s de todos los lados. «Nos rondan los polleros. Nos dicen que nos pasan por 800 dólares. O que mandemos a los niños solos, que no los devuelven. Pero queremos entrar juntos. Tenemos pruebas de que nuestra vida corre peligro en México», dice, sentado en un banco junto a su mujer, Marilú, de 43 años.

Lázaro y su familia esperarán en este albergue mientras esté abierto y hasta que EE.UU. les dé cita. Allá tienen su teléfono y los detalles de su caso. Y no contempla volver a Michoacán. Es más, no puede. «Hasta nuestra casa se ha quedado el cártel. Nos llaman los vecinos y nos cuentan que allí se han instalado, que van de noche y encienden las luces», dice. «Yo sé que el futuro de mis hijos está allá», y señala hacia el norte. Los niños, a su lado, asienten, aunque no tengan certezas de lo que les depara el futuro.

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 ??  ?? María Alejandra Ordóñez, madre soltera de 19 años, y su hija Alexia Abigail, en el albergue Kiki Romero de Juárez
María Alejandra Ordóñez, madre soltera de 19 años, y su hija Alexia Abigail, en el albergue Kiki Romero de Juárez
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D. ALANDETE

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