Patentes de las vacunas
El debate en torno a levantar o no las patentes de las vacunas contra el Covid ha cogido fuerza por el espaldarazo que le ha dado el presidente americano. Biden, en otra iniciativa que deja descolocados a propios y extraños, se posiciona del lado de la liberalización de la patente. Más allá de la audacia política que está demostrando en los primeros días de su mandato, creo que es interesante entrar en el fondo de la cuestión. A bote pronto, parece que suprimir las patentes podría ser la forma más efectiva para que se resolviese el cuello de botella que supone la fabricación de vacunas. La urgencia parece ser la coartada perfecta para romper con los dos pilares que sustentan cualquier inversión que recordemos es lo que está detrás del empleo: la seguridad jurídica y la posibilidad de obtener retornos de la misma.
El dilema ejemplifica muy bien algo a lo que se enfrentan los que les toca decidir. Las mentiras reconfortantes tienen mejor venta –y desde luego un mayor rédito político–, mientras que las verdades incómodas son más difíciles de sostener porque suelen costar votos. España e Italia ya se han posicionado del lado de Estados Unidos en esta disputa, mientras que Alemania duda de la bondad de esta iniciativa.
El atajo que se está ahora mismo discutiendo en el seno de la Organización Mundial del Comercio de aprobarse, sentaría un precedente muy peligroso que en el fondo atenta contra uno de los pilares de las sociedades desarrolladas: la propiedad privada. Además, existen dudas más que fundadas de que la liberalización de las patentes se vaya a traducir en mayor capacidad de fabricación de las vacunas. Hoy, las farmacéuticas tienen todos los incentivos para producir los más posible cuanto antes y están buscando fórmulas de colaboración con otras empresas para llegar al mercado.
Sin duda, a todos nos gustaría que las vacunas llegasen a toda la población lo antes posible. Ahora, remedios como los que se están discutiendo probablemente no conseguirían lo que pretenden y, seguro, producirían un terrible menoscabo a uno de los principios sobre los que está asentado la sociedad actual. Solo el hecho de discutirlo alimenta los populismos que son los primeros a subirse al carro de las soluciones aparentemente sencillas para problemas complejos. Los estúpidos están seguros de todo mientras que los inteligentes dudan. A lo único que parece que nos vamos a poder agarrar al final va a ser al hecho de que esto está en manos de la OMC, que no se caracteriza por la rapidez de sus respuestas. Flaco consuelo.