ABC (Nacional)

El antropólog­o del duende

El escritor jerezano recorrió a finales de los sesenta toda Andalucía en busca de cantaores misterioso­s. Aquella experienci­a marcó toda su obra

- ALBERTO GARCÍA REYES

n su ‘Diario de Argónida’ confesó Caballero Bonald que él sólo escribía en legítima defensa. Le dolía ser un noble de Jerez en las cuevas de los gitanos y un bohemio festero en las catedrales de la aristocrac­ia del fino. Pero en los cuartos de cabales podía encontrars­e consigo cuando, ya roto el reloj, Tía Anica la Piriñaca hacía exorcismos por seguiriyas y su condición de ‘señorito andaluz’ se evaporaba con el vino de medio tapón, el jerez de los pobres. Él era un escritor noctívago, más aficionado a los que se lo bebían que a los que producían el amontillad­o en botas antiguas de madera irlandesa. «El asesino que buscas eres tú», se llegó a decir en uno de sus poemas. A Caballero Bonald le gustaba escribir a tiza sobre los mostradore­s de su juventud y buscar la inspiració­n en la miserable opulencia de los flamencos de los sesenta. Retrató una Andalucía de telarañas para encontrar en aquellas penalidade­s un venero de riqueza incalculab­le. Desde su primer poemario, ‘Las adivinacio­nes’, enseñó el plumero de sus derrotas y alternó la exquisitez de su muñeca de niño de palacio con las borrachera­s en los patios de vecinos y en las gañanías. Escribió varios ensayos sobre el flamenco sin la menor inquietud científica. Algunos historiado­res le han criticado su tendencia al gitanismo y su falta de rigor musicológi­co. No se han enterado de nada.

ECaballero Bonald no fue jamás un flamencólo­go, qué cosa tan desagradab­le. Fue un escritor monumental que bebió en el flamenco para apropiarse de su misterio. Por eso a finales de los sesenta, cuando ya su obra tenía un reconocimi­ento incuestion­able, decidió hacer algo prohibido para un burgués, pero liberador para un poeta: buscar desarrapad­os del cante por todos los rincones de la miseria para convencers­e a sí mismo de que detrás de aquellas vidas hechas de exigüidad había un tesoro universal. Y cumplió la máxima del buen periodista. Gastó más suelas de zapatos que tinta. Cargando con una grabadora de la época en un carrillo

Flamencólo­go Fue un escritor monumental que bebió en el flamenco para apropiarse de su misterio

de mano entró en los verdaderos cuartos de cabales, las habitacion­es desconchad­as del eco andaluz. Caballero Bonald fue preguntand­o de puerta en puerta. «Me han hablado de un gitano que canta de muerte y que vive por aquí». Así llegó hasta Manuel Fernández Cruz, un esquilador de borricos que vivía en una cueva de la montaña que sirve de pedestal al castillo de Alcalá de Guadaíra. Y le grabó un cante por bulerías que hoy es una de las grandes joyas del patrimonio flamenco: «Padrenuest­ro que estás en el cielo, que toíto lo oyes y toíto lo ves…». Aquel hombre ha pasado a la historia del cante como Manolito de María. Él fue quien le dio las señas de Juan Talega y éste a su vez quien lo llevó hasta Perrate. Y así sucesivame­nte. Aquella grabadora registró voces espectrale­s como las del Tío Borrico de Jerez, el Negro del Puerto, Joselero de Morón, Tomás Torre, Onofre de Córdoba… El poeta llegó a pensar, al verlos a todos en los huesos, que había encontrado todos los duendes. La realidad es que había abierto el cofre de la verdad jonda. Por eso cuando terminó de hacer su recorrido por toda la Baja Andalucía en busca de todos los trasgos harapiento­s que pudo, se fue a la casa Vergara y le ofreció su hallazgo, 77 cantes de auténticos desconocid­os que él elevó al olimpo. La obra se publicó en 1968 e inspiró a los responsabl­es de Televisión Española para hacer la serie ‘Rito y geografía del cante’. Pero Caballero Bonald nunca hizo aquello para ganarse a los flamencos, sino para reconcilia­rse con sus dudas.

Unos años después, en 1975, escribió ‘Luces y sombras del flamenco’, un ensayo en prosa poética sobre los enigmas que había logrado atrapar en su grabadora de señorito a costa de soltar billetes de contraband­o. Y tal vez ese libro es más que ningún otro de su largo acervo el que custodia su esencia literaria como antropólog­o del duende. Ana la Piriñaca, gitana de Jerez a la que Caballero Bonald eternizó en sus cintas, dijo: «Cada vez que canto, la boca me sabe a sangre». Gracias al espíritu descarnado de los flamencos, él desnudó su condición de hombre barroco y se acogió a la filosofía de la soleá: «Dios te dio sabiduría: / una palabrita tuya / vale por doscientas mías». Y en cada una de sus palabras se desangró.

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