El antropólogo del duende
El escritor jerezano recorrió a finales de los sesenta toda Andalucía en busca de cantaores misteriosos. Aquella experiencia marcó toda su obra
n su ‘Diario de Argónida’ confesó Caballero Bonald que él sólo escribía en legítima defensa. Le dolía ser un noble de Jerez en las cuevas de los gitanos y un bohemio festero en las catedrales de la aristocracia del fino. Pero en los cuartos de cabales podía encontrarse consigo cuando, ya roto el reloj, Tía Anica la Piriñaca hacía exorcismos por seguiriyas y su condición de ‘señorito andaluz’ se evaporaba con el vino de medio tapón, el jerez de los pobres. Él era un escritor noctívago, más aficionado a los que se lo bebían que a los que producían el amontillado en botas antiguas de madera irlandesa. «El asesino que buscas eres tú», se llegó a decir en uno de sus poemas. A Caballero Bonald le gustaba escribir a tiza sobre los mostradores de su juventud y buscar la inspiración en la miserable opulencia de los flamencos de los sesenta. Retrató una Andalucía de telarañas para encontrar en aquellas penalidades un venero de riqueza incalculable. Desde su primer poemario, ‘Las adivinaciones’, enseñó el plumero de sus derrotas y alternó la exquisitez de su muñeca de niño de palacio con las borracheras en los patios de vecinos y en las gañanías. Escribió varios ensayos sobre el flamenco sin la menor inquietud científica. Algunos historiadores le han criticado su tendencia al gitanismo y su falta de rigor musicológico. No se han enterado de nada.
ECaballero Bonald no fue jamás un flamencólogo, qué cosa tan desagradable. Fue un escritor monumental que bebió en el flamenco para apropiarse de su misterio. Por eso a finales de los sesenta, cuando ya su obra tenía un reconocimiento incuestionable, decidió hacer algo prohibido para un burgués, pero liberador para un poeta: buscar desarrapados del cante por todos los rincones de la miseria para convencerse a sí mismo de que detrás de aquellas vidas hechas de exigüidad había un tesoro universal. Y cumplió la máxima del buen periodista. Gastó más suelas de zapatos que tinta. Cargando con una grabadora de la época en un carrillo
Flamencólogo Fue un escritor monumental que bebió en el flamenco para apropiarse de su misterio
de mano entró en los verdaderos cuartos de cabales, las habitaciones desconchadas del eco andaluz. Caballero Bonald fue preguntando de puerta en puerta. «Me han hablado de un gitano que canta de muerte y que vive por aquí». Así llegó hasta Manuel Fernández Cruz, un esquilador de borricos que vivía en una cueva de la montaña que sirve de pedestal al castillo de Alcalá de Guadaíra. Y le grabó un cante por bulerías que hoy es una de las grandes joyas del patrimonio flamenco: «Padrenuestro que estás en el cielo, que toíto lo oyes y toíto lo ves…». Aquel hombre ha pasado a la historia del cante como Manolito de María. Él fue quien le dio las señas de Juan Talega y éste a su vez quien lo llevó hasta Perrate. Y así sucesivamente. Aquella grabadora registró voces espectrales como las del Tío Borrico de Jerez, el Negro del Puerto, Joselero de Morón, Tomás Torre, Onofre de Córdoba… El poeta llegó a pensar, al verlos a todos en los huesos, que había encontrado todos los duendes. La realidad es que había abierto el cofre de la verdad jonda. Por eso cuando terminó de hacer su recorrido por toda la Baja Andalucía en busca de todos los trasgos harapientos que pudo, se fue a la casa Vergara y le ofreció su hallazgo, 77 cantes de auténticos desconocidos que él elevó al olimpo. La obra se publicó en 1968 e inspiró a los responsables de Televisión Española para hacer la serie ‘Rito y geografía del cante’. Pero Caballero Bonald nunca hizo aquello para ganarse a los flamencos, sino para reconciliarse con sus dudas.
Unos años después, en 1975, escribió ‘Luces y sombras del flamenco’, un ensayo en prosa poética sobre los enigmas que había logrado atrapar en su grabadora de señorito a costa de soltar billetes de contrabando. Y tal vez ese libro es más que ningún otro de su largo acervo el que custodia su esencia literaria como antropólogo del duende. Ana la Piriñaca, gitana de Jerez a la que Caballero Bonald eternizó en sus cintas, dijo: «Cada vez que canto, la boca me sabe a sangre». Gracias al espíritu descarnado de los flamencos, él desnudó su condición de hombre barroco y se acogió a la filosofía de la soleá: «Dios te dio sabiduría: / una palabrita tuya / vale por doscientas mías». Y en cada una de sus palabras se desangró.