LA CHICA QUE HIZO CAER AL GOBIERNO
EL Gobierno que presidía el líder conservador Harold Macmillan cayó el 19 de octubre de 1963. No fue una mala gestión política ni la pérdida de apoyos lo que provocó su final. Lo que forzó a Macmillan a dimitir fue el escándalo provocado por el caso Profumo, que durante meses acaparó las portadas de la prensa británica. John Profumo, héroe de guerra y brillante parlamentario, ocupaba la cartera de Defensa en julio de 1961 cuando conoció a Christine Keeler, modelo y actriz de cabaret de 19 años. El ministro, que tenía casi 30 años más que ella, se sintió atraído al verla bañarse desnuda en la piscina de un amigo.
Fue el comienzo de una relación que acabó con la dimisión de Profumo y la caída del Gabinete de Macmillan cuando trascendió a la prensa que el ministro, que estaba casado, mantenía un romance con Keeler, que a su vez sostenía relaciones con otros hombres. Pero lo grave no era la infidelidad del dirigente conservador. El problema es que el MI5 había descubierto en 1962 que Keeler era también amante de Yevgeni Ivanov, agregado naval en la Embajada soviética y agente del KGB.
Los servicios de contrainteligencia advirtieron a Profumo de los lazos entre Keeler e Ivanov, pero él se siguió viendo con ella hasta que la prensa se hizo eco de la relación. La revelación provocó un gran escándalo, a la vez que se disparaban los rumores de orgías y fiestas entre políticos conservadores y chicas de alterne.
Iain Macleod, jefe del grupo ‘tory’ en la Cámara, le preguntó: «¿Te la follaste, John?». A lo que el titular de Defensa respondió categóricamente que no. Macmillan le citó en su despacho y Profumo le dio su palabra de que no había mantenido ninguna relación improcedente. Pero la prensa siguió con nuevas revelaciones y Macmillan no tuvo otro remedio que encargar al juez Denning que realizara un informe. En junio de 1963, Denning concluyó que Profumo había sido amante de Keeler, corroborando que el ministro mentía. Fue el final de la carrera política de Profumo, que aspiraba a primer ministro y líder conservador. Pocos después, Macmillan tuvo que dimitir ante la presión de los laboristas y unos medios que le hicieron responsable de la conducta impropia de su ministro y le acusaron de haber actuado con negligencia.
Casi seis décadas después de aquel escándalo y muertos sus protagonistas, es imposible establecer si Keeler pasó alguna información valiosa al espía soviético, pero todo indica que, salvo algunos chismorreos, ella no había accedido a ningún secreto que pusiera en peligro la seguridad británica.
Pero el caso no acabó con la salida de Profumo y Macmillan, ya que Christine tuvo que afrontar una investigación de los tribunales y se vio envuelta en varios pleitos con sus amantes. Se sentó en el banquillo y fue condenada a nueve meses de cárcel por perjurio, de los que cumplió seis.
Poco antes de la dimisión de Profumo, Keeler echó más leña al fuego al posar desnuda, sentada en una silla, para una revista que la pagó 21.000 libras, una cifra desorbitada para la época. Mientras Profumo se esforzaba por rehacer su matrimonio y desaparecía de los titulares, Keeler optó por refugiarse en España. Vivió en una pequeña cabaña de pescadores en Altea, donde aún se la recuerda paseando por sus calles y bebiendo en los bares.
Christine había nacido en una familia desestructurada. Su padre se marchó de casa cuando ella era muy pequeña y su madre contrajo matrimonio con un hombre que vivía en un vagón de tren. Se negó a abortar al quedarse embarazada con 16 años, pero el niño murió una semana después de nacer. Su padrastro abusaba sexualmente de ella. Decidió marcharse a Londres para ganarse la vida. Una amiga la encontró trabajo en un cabaret del Soho. Así fue como conoció a Stephen Ward, su propietario y amoral hombre de negocios que cultivaba la relación con el poderoso Profumo. Ward, que se convirtió en amante de Keeler y le proporcionaba contactos, se suicidó en pleno escándalo en 1963.
Profumo murió en 2006, pero mucho antes pudo ver rehabilitado su nombre por Margaret Thatcher, que le invitó a su cumpleaños y pronunció unas palabras de reconocimiento. Keeler volvió a su país tras un año en España y se casó dos veces. Tuvo dos descendientes, que se distanciaron de ella. «Mis hijos no querían que su nombre se asociara a una puta», dijo. Falleció en 2017 sin que los británicos hubieran olvidado el ‘affaire’. Los más viejos aún recuerdan, como sucedió con el asesinato de JFK, dónde estaban cuando estalló el escándalo hace ahora 58 años.
TRAS casi tres décadas de servicio eficaz, mi mejor amigo heredó el Seat 600 que su padre decidió jubilar. Pese a su avanzada edad, ronroneaba impecable, aquel trasto. Los padres antañones mimaban el patrimonio porque desconocían la pérfida obsolescencia programada. Con él incluso viajamos hasta Benidorm para comprobar si era verdad que Dum Dum Pacheco, aquel campeón de boxeo, trabajaba de portero en un local turbulento. A Dum Dum no recuerdo si le vimos, pero en ese Las Vegas del Mediterráneo disfrutamos como bárbaros. En aquel tiempo no tan lejano, el coche representaba libertad de paraíso jibarizado pues se transformaba en la alfombra mágica que sobrevolaba tabernas, garitos, antros, discotecas y afters sólo para iniciados en farras catastróficas.
Lamento defraudar a la izquierda que tan fina se ha tornado en materia noctívaga, pero confieso afligido que jamás pisamos una cuna del dadaísmo como aquel Cabaret Voltaire, ni abrevaderos donde los existencialistas cavilaban recio como el Café de Flore o Les Deux Magots, ni un Café Gijón donde admirar umbralianas hebras de bufanda, ni una de aquellas ‘caves’ parisinas donde encontrar a un Boris Vian destilando jazz desde su trompeta. Los tugurios donde remoloneábamos rezumaban estilo sencillo, popular, algo bronco, divertido, con un punto noble y cierto aroma de engolfamiento frívolo mezclado con restos de puro comatoso de Revilla. Lo nuestro era buscar un sucedáneo similar al mítico CBGB, la sala de Nueva York donde estalló el punk. Aquel vetusto 600 falleció de siniestro total una noche al estamparnos contra un muro traidor. No importó, compramos entre varios un 750 de tan sólo quince años. Los jóvenes, hoy, entre un coche o un telefonillo móvil de última generación capaz de masturbarte telepáticamente, virtualmente, escogen lo segundo. Sólo falta, pues, que arranque el impuesto de asfalto para rematar la industria de la automoción. Un golpe tan letal no lo superaría ni el mismísimo Dum Dum Pacheco.