Don Angelito o el caos
Solía bromear con que le había visto el culo a toda la Avenida de la Reina Victoria
Imposible olvidar aquellos días de mi infancia en los que irrumpía en casa don Angelito. Era el practicante, y aparecía como elefante en cacharrería. Tipo dicharachero y amable, llegaba siempre corriendo detrás de un maletín XXL lleno de todo lo necesario para poner vacunas, y dar pinchazos a diestra y siniestra. Unas veces en el brazo y otras en el... cuando yo era chiquitito aquello era lo más parecido al miedo, y sin embargo ahora me doy cuenta de que era lo más parecido a la libertad: la visita de don Angelito era la garantía de que el virus de turno, o las alergias primaverales, no te postraran en una cama o te impidieran jugar en el jardín sin estornudos, mocos o asma. En aquel tiempo, la libertad era esto.
Ahora entiendo que la verborrea de don Angelito era una atención al enfermo, un modo de distraerle y hacerle más llevadero el pinchazo: tenía mucho oficio y sabía muy bien cómo dar seguridad al paciente. En sus manos, el plan de vacunación se habría resuelto en dos semanas: pinchazo va, pinchazo viene, Pfizer por aquí, Moderna por allá, no se preocupe usted que le pongo esta de Astrazeneca... y si a alguien se le ocurría quejarse, don Angelito ya estaría bajando en el ascensor en busca del siguiente pandero. Recuerdo que antes de salir de casa don Angelito solía bromear con que él le había visto el culo a toda la Avenida de la Reina Victoria. Con su ritmo de vacunación lo del Covid se habría resuelto en pocas semanas. Hoy las cosas son más complejas, pero con un ejército de donangelitos resolveríamos fácil el reto de la vacunación masiva. El problema es que entre el científico que crea la vacuna y el practicante que la inyecta aparecen la farmacéutica que vende, la agencia que autoriza, la Comisión Europea que distribuye, el Gobierno de España que desinforma, el comité interterritorial debatiendo consigo mismo y las comunidades organizando la intendencia cada uno a su manera. Resumen: no hay una sola voz autorizada que dé tranquilidad, sino un coro de confusión que atenta contra la paciencia del ciudadano responsable. Y luego están los tontos del botellón, a los que ni la vacuna, ni el buen hacer de don Angelito, les van a curar jamás la estupidez.