La guerra de satélites satura el espacio
Unas 9.300 toneladas de piezas lanzadas al espacio se mueven a toda velocidad sobre nuestras cabezas. La mayoría se sitúan en la órbita baja, donde se libra una batalla para llevar internet a cualquier rincón
En ‘Gravity’, la odisea espacial de Alfonso Cuarón que se llevó siete Oscar, los astronautas a los que dan vida Sandra Bullock y George Clooney son alcanzados, en una misión rutinaria, por un entorno tan amenazante como imponentemente bello, por una ‘tormenta’ de basura que les deja a la deriva. Pura ciencia ficción. O no tanto. Porque actualmente la Agencia Espacial Europea vigila más de 28.000 objetos que orbitan alrededor de la Tierra, de los cuales apenas 4.000 son satélites en funcionamiento. En total, sobre nuestras cabezas se mueven a toda velocidad 9.300 toneladas de piezas lanzadas por el hombre al espacio. Unas 6.000 toneladas, calcula la NASA, es
tán en la órbita baja (LEO), la más cercana a nuestra atmósfera, por debajo de los mil kilómetros de altura, y la que alberga también infraestructuras clave como la Estación Espacial Internacional.
«Los satélites se mueven a velocidades muy altas, cercanas a siete u ocho kilómetros por segundo. La velocidad de un proyectil lanzado desde un tanque no llega a dos kilómetros por segundo. Por ello, en caso de impactar con otro objeto, producen un gran daño y, en general, una nube de metralla muy peligrosa para el resto de aparatos. Actualmente, sabemos que en esa zona LEO hemos superado el umbral crítico de densidad de basura espacial que da lugar a un crecimiento incontrolado del número de objetos debido a una cascada de colisiones, lo que se conoce como el síndrome de Kessler. Aunque mañana se decidiera dejar de lanzar satélites, lo cual no sucederá por razones económicas evidentes, el número de objetos artificiales en órbita va a aumentar porque la población de basura espacial se va a fragmentar como resultado de las colisiones», explica Gonzalo Sánchez-Arriaga, profesor de la
Universidad Carlos III de Madrid y coordinador del proyecto E.T.PACK sobre desorbitado de basura espacial. Uno de los ejemplos más claros de esta incontrolable creación de residuos espaciales es el choque que hubo en 2009 entre el satélite ruso inoperativo Kosmos2251 y el estadounidense Iridium 33, que generó más de dos mil fragmentos de más de diez centímetros de tamaño. «Tardaremos años en notar los efectos de esta fragmentación de forma dramática, pero ya hoy tenemos problemas y tenemos que invertir importantes recursos en monitorizar esa basura espacial. Además, si hay aviso de colisión, hay que realizar una maniobra evasiva, lo que supone un gasto de combustible y acorta la duración de la misión», añade. En 2019, sin ir más lejos, la Agencia Espacial Europea se vio obligada a mover uno de sus satélites meteorológicos para evitar la colisión con uno de Starlink.
Más instantáneo
Desde 1957, cuando la URSS lanzó el primer satélite artificial al espacio, el Sputnik 1, la huella del ser humano no ha dejado de crecer. Y no parece que estemos cerca de reducir nuestra presencia en el espacio, sino más bien todo lo contrario. En 2010, según datos de la Agencia Espacial Europea, se lanzaron cerca de 60 satélites a la órbita baja. La pasada década marcó también un punto de inflexión en la carrera espacial por otro motivo: los satélites comerciales empezaron a superar en número de lanzamientos a los civiles y de defensa, protagonistas hasta entonces de la órbita más cercana a la Tierra, donde está, entre otros, la estación espacial internacional. Para mostrar el crecimiento exponencial de esta carrera basta mirar los datos de 2019, año en el que se lanzaron 400 aparatos, cerca de dos tercios para uso comercial. Según el último informe de la consultora SpaceWorks, se espera que en los próximos cinco años se pongan en órbita entre 1.800 y 2.500 nanosatélites. En términos económicos, hay estudios que apuntan a que la cifra mundial de este mercado alcanzará los 4.800 millones de dólares (casi 4.000 millones de euros) en 2025, casi el triple que en la actualidad.
En esta nueva era mandan las empresas privadas (‘new space’), que buscan ofrecer con estas infraestructuras espaciales servicios de conexión a internet mundial a precios cada vez más bajos. Bajo el convencimiento de que «el espacio es la nueva internet», se han lanzado a conquistar el universo empresas tan potentes como Starlink, la red de satélites de Space X (propiedad de Elon Musk), que ya dispone de 1.500 aparatos en órbita y tiene autorización para operar 12.000. De hecho, la semana pasada se pudo observar desde España, como si fuera una estrella fugaz, esta constelación artificial. Otros gigantes del sector son Kuiper, el proyecto espacial de Amazon, con más de 3.200 minisatélites, y Oneweb, que controla cerca de 70, pero pretende acercarse a los 2.000.
Los impulsores de estas nuevas tecnologías defienden que hemos llegado a la democratización del espacio, una revolución similar a la que se produjo al pasar del móvil al teléfono inteligente. «Hay un cambio absoluto de paradigma en la industria espacial. Gracias a la evolución tecnológica, el tiempo de desarrollo de los satélites y sus costes han caído, por lo que se pueden hacer pequeños aparatos –agrupados en constelaciones para ofrecer mejores coberturas– que operen a órbitas bajas unos años y reentrarlos en la Tierra para que dejen espacio a tecnología más avanzada», explica Rafael Jordá, fundador de Open Cosmos, una compañía de fabricación espacial que lanzó en marzo junto a Sateliot la avanzadilla de su primera red española de nanosatélites. «Si mandar un satélite al espacio hace un par de años costaba 100.000 euros el kilo, hoy su precio ronda los 25.000 euros el kilo. Y las previsiones son que siga bajando por debajo de los mil. En cambio, los satélites más tradicionales, los geoestacionarios, cuestan cientos de millones», apunta Jaume San pera, consejero delegado de la empresa de t el eco mu ni cacionesSateliot.
En zonas remotas
«Estos nuevos sistemas permiten dos cosas: reducir el coste de las comunicaciones aumentando la capacidad y limitar el retardo mínimo que acompaña a los satélites geoestacionarios –que también ofrecen servicios de telecomunicaciones– por el hecho de operar a 36.000 kilómetros de altura. En nuestra opinión, esta latencia de medio segundo no ofrece ningún problema para navegar por internet y aplicaciones de vídeo. Sí puede ser crítica para cuestiones relacionadas con los juegos online o la cirugía en remoto», explica Antonio Abad, director técnico y de operaciones de Hispasat, el gran operador de satélites español.
Pero el ingeniero aeroespacial que
Open Cosmos cree que estos satélites de órbita baja tienen muchas más aplicaciones prácticas: «Son clave en cuatro grandes ámbitos. El primero, la observación terrestre: nos permiten vigilar el cambio climático, monitorizar la producción agrícola, controlar la deforestación... También son útiles para las telecomunicaciones, donde funcionan desde hace años los satélites geoestacionarios, con la ventaja de que los aparatos que están en órbitas bajas tienen un retardo menor. Asimismo, mejoran la navegación, al dar información más exacta sobre la situación de cualquier objeto. Y ayudan a proyectos científicos y de experimentación sobre el desarrollo de materiales o el origen del universo».
La gran fortaleza de los satélites de telecomunicaciones, coinciden todas las empresas del sector, es su capacidad para llevar internet a zonas remotas, con baja densidad de población, donde el coste de desplegar redes terrestres se multiplica. «Tras el 11-S se vio que no todo puede depender de comunicaciones terrenales. Con estas infraestructuras satelitales podemos ofrecer servicios casi idénticos a los de las ciudades, compatibles con el 5G y, sobre todo, el internet de las cosas, en lugares remotos donde no existen este tipo de comunicaciones. Y eso puede cambiar la estructura del mundo moderno tal y como lo entendemos», destaca Sanpera. El directivo de Sateliot añade que, gracias a minisatélites como los que operan ellos, proyectos futuristas como los cultivos inteligentes, sistemas de seguimiento para especies en extinción o chalecos geolocalizadores destinados a pescadores son ya una realidad.
Un derecho del siglo XXI
La conectividad mundial, vaticina Abad, será fundamental en el siglo XXI, incluso «formará parte de los derechos fundamentales de las personas». «Pensemos en cómo están avisando a la gente para vacunarse del Covid-19. Por mensaje de texto. ¿Alguien se ha preocupado por ver si todo el mundo tiene acceso a un móvil o a internet? En el fondo, la idea que subyace es que la conectividad es un derecho más, y solo nos podemos relacionar en este estado digital si estamos conectados. Por eso, los sistemas espaciales son tan importantes y se está hablando tanto de llevar el 5G a zonas remotas y rurales.
Y ya no solo las personas se van conectando, sino también las cosas», destaca.
No obstante, señala el CEO de Sateliot, es importante que estas nuevas compañías privadas que operan en el espacio sepan que su capacidad de crecimiento no es infinita: «Se puede llegar a la saturación, por eso es importante controlar los lanzamientos». Antes, recuerda Sánchez-Arriaga, el sector estaba en manos de las grandes agencias espaciales y unas pocas compañías privadas que enviaban al espacio un número limitado de objetos con una fiabilidad muy alta. «Ahora hay muchas compañías lanzando minisatélites y se relajan los requisitos de fiabilidad. Y eso es un problema, porque los satélites inoperativos o restos de estos se quedan orbitando e incrementan la basura espacial», lamenta este experto.
Sin embargo, advierten desde Open Cosmos, aunque el espacio cada vez se haya democratizado más, no todo el mundo puede poner un satélite en órbita. «Lo primero que hace falta es viabilidad tecnológica, superar una serie de test y pruebas. Después hay que solicitar licencias al país desde el que vas a operar y pedir también un permiso para las frecuencias de telecomunicaciones que vas a usar con el objetivo de que no haya interferencias», plantea el máximo responsable de la compañía.
La preocupación por la saturación espacial que tienen desde hace años los científicos y las agencias espaciales internacionales es compartida también por muchos operadores del sector. «No podemos olvidar que el espacio es un entorno a proteger, que hay que hacer sostenible con mejores tecnologías», recuerda Jordá.
‘Jubilar’ un satélite geoestacionario, cuenta Abad, no supone grandes problemas. Cuando un satélite como el Meteosat, que opera a 36.000 kilómetros de altitud, acaba su vida útil, se envía aún más arriba, a un espacio denominado órbita ‘cementerio’, donde no interfiere con ningún otro objeto. En las capas más cercanas a la Tierra, en cambio, no es posible realizar este movimiento, puesto que el tráfico es más intenso y en la extensa capa superior, la órbita media, operan también otros satélites, principalmente aquellos relacionados con la navegación, como el europeo Galileo o el GPS estadounidense.
Por eso, insiste Sánchez-Arriaga, es importante, además de seguir trabacapitanea jando en labores de vigilancia para evitar colisiones, combinar dos estrategias: diseñar satélites que incorporen tecnologías que les permitan volver a la Tierra y limpiar las órbitas más congestionadas.
Un espacio más verde
«En Europa, hay una gran conciencia medioambiental. Muchos satélites de órbita baja decaen de forma natural y se destruyen al reentrar en la atmósfera», plantea Jordá. El problema es que, antes de caer, los satélites pueden estar unos años, estima Sanpera, flotando de forma pasiva en un entorno que está ya muy castigado por el exceso de desechos, pese a la recomendación de los organismos internacionales de desorbitar los aparatos en 25 años. «En nuestro caso, además, hemos dedicado mucho esfuerzo y recursos a crear un software que nos permita que los satélites dejen de ser un aparato pasivo y podamos operarlos para evitar colisiones o cambiarlos de órbita».
Iniciativas en este sentido no faltan. El consorcio europeo E.T.PACK, coordinado por la Universidad Carlos III de Madrid, donde participan las compañías españolas Sener Aeroespacial y ATD, está desarrollando una especie de ‘salvavidas’ que permita a los satélites volver a la Tierra cuando acaban su vida útil. «Usamos una cinta de aluminio de cientos de metros para producir una resistencia electrodinámica que hace que la altura disminuya progresivamente y el satélite caiga en la atmósfera terrestre en meses. Además, funciona de forma autónoma al satélite, por si hay un fallo del mismo», apunta el coordinador del proyecto E.T.PACK., que planea realizar un vuelo de demostración en 2025.
Más costoso aún que crear satélites ‘verdes’ es idear proyectos para capturar y reducir la basura espacial. En 2019, la Agencia Espacial Europea anunció la puesta en marcha de la misión ClearSpace, la primera que busca eliminar «objetos inactivos» de la órbita terrestre. En 2025, según sus previsiones, debería estar ya en el espacio la nave ClearSpace-1, que, gracias a sus tentáculos metálicos, puede atrapar los escombros espaciales y desviarlos a una órbita menor para que se destruyan al entrar en la atmósfera terrestre.
«Además de desarrollar nuevos sistemas para recoger y eliminar la basura, sería necesario revisar la regulación, porque no está hecha para el nivel actual de lanzamientos», sentencia Antonio Abad. Nos jugamos mucho más que el futuro de una nueva carrera espacial.
El salto al ‘new space’ En 2019 se lanzaron a la órbita baja unos 400 objetos, más de dos tercios con finalidad comercial
Menor coste Mandar hoy un satélite al espacio cuesta 25.000 euros por kilo frente a los 100.000 de hace dos años