Después del saldo
El mayor drama de la democracia española es que los partidos, trabados por el afán de madrugarse en vista de unas elecciones que siempre son inminentes, no exponen la verdad
Los datos sobre empleo publicados esta semana han dejado confuso al personal. La multiplicación de categorías (empleo público versus empleo privado, etc.), más el ingreso en la estadística de conceptos misteriosos (¿cuántos fijos discontinuos son parados con otro nombre?), impiden formarse una idea cabal de lo que está ocurriendo. Súmese el baile de números. En noviembre, la inflación interanual subyacente se situaba en el 6,3%. En enero se ha puesto en el 7,5%. En un artículo reciente, ‘Bouncing back’, ‘ The Economist’ se apuntaba a la cautela. Tras observar que 2022 ha sido bueno, contrastado con 2021, agregaba una nota admonitoria: lo malo está por venir, probablemente después de las elecciones generales. Sigue existiendo un problema serio de déficit y deuda acumulada, y el sistema de pensiones afronta una crisis contra la que aún no se han adoptado medidas. En resumen: a nadie debería apetecerle ser el próximo presidente del Gobierno.
Imagino que pocos observadores estarán en desacuerdo con la advertencia de ‘ The Economist’. De hecho, cuanto más se amplía la perspectiva, más aumenta el desasosiego. La caída de la productividad, comparada con la francesa o la alemana, se remonta a los noventa del siglo pasado; durante el siglo corriente, las pensiones han subido más del doble que los salarios; la tasa de prestación española, es decir, el cociente entre la pensión media y el salario medio, es de las más elevadas del mundo desarrollado; y pagamos ya unos impuestos altos. La presión fiscal no es una broma, y el esfuerzo fiscal (lo que resulta de comparar la presión fiscal con la renta per cápita) supera el promedio europeo en un 52%. Esto suena mal. Suena a que nuestro Estado benefactor es, sencillamente, inviable. El desenlace está cantado. Solo se abrigan dudas sobre el plazo que nos separa de un batacazo de grandes proporciones: ¿unos meses, un año, tres años?
Ese es el elefante que está dentro de la habitación. La gente lo sabe… sin saberlo. Pongamos que lo siente, aunque no se arranque a formulárselo abiertamente. Un porcentaje abrumador, por ejemplo, ha aplaudido en las encuestas la última subida de pensiones. Al tiempo, el mismo porcentaje ha respondido que el sistema de pensiones es insostenible. Llamemos X a la porción de encuestados que son pensionistas. Podemos interpretar su actitud sin buscarle tres pies al gato: después de mí, el diluvio. Ande yo caliente, y ríase la gente. Ahora bien, ¿qué decir de Y, la porción de los que están en activo? ¿No les importa la perspectiva de unas pensiones francamente bajas, mucho más bajas de las que ahora cobran sus pares jubilados? ¿No se estremecen, y de hecho se estremecen, pensando, exageradamente, que a lo mejor se quedan sin pensión?
La pregunta nos remite a un misterio de la psicología y, simultáneamente, de la política. El caso es que somos perfectamente capaces, por las trazas, de vivir en un estado de disociación cognitiva, equivalente a la indeterminación cuántica de que hablaba Heisenberg. Hasta que no se mide la nube electrónica que envuelve al núcleo del hidrógeno, las coordenadas del electrón están por fijar. Nuestras nociones necesitan también, para precisarse, una intervención, un debate público abierto, desarrollado por autoridades animadas de un mínimo de buena fe. Hasta entonces persistiremos en pensar, a la vez, A y noA.
El mayor drama de la democracia española es que los partidos, trabados por el afán de madrugarse en vista de unas elecciones que siempre son inminentes, no exponen la verdad. No la enuncian. Luego vendrá el tío Paco con las rebajas. Ni Dios sabe lo que quedará en pie después del saldo.