ABC (Nacional)

La pelea de Román y Monaguillo

▶ El valenciano corta una oreja tras una faena de toma y daca con un geniudo montalvo y a Espada, herido, se la niegan

- ROSARIO PÉREZ

Se le salían los ojos a Román mientras plantaba cara a Monaguillo, que así se llamaba un quinto con más hechuras de obispo. Latín sabía este grandón toro de Montalvo, un animal incierto y nada claro en las telas, aunque de vez en cuando humillara. Tan enamorado de los adentros en los primeros tercios, se arrancó con feo estilo a la muleta en una intensa y vibrante pelea. Quiso el valenciano lucirlo en la distancia y se fue directo al cuerpo ya en el inicio: o se quitaba Román o lo quitaba Monaguillo. Lejos de arredrarse, siguió con generosa entrega, jugándose la cornada con tan geniudo montalvo, que transmitió mucho. Palpitaba la tensión en cada pase con ese punteo constante. Román quiso gobernarlo por abajo, con el toque fuerte y la muleta puesta, pues había que llevarlo muy tapado y no quedarse nunca al descubiert­o. Tremendo su esfuerzo, con la mirada desafiante. Brutal aquella postrera serie diestra, qué lucha tan sincera. Un arreón se llevaría por el lado zurdo, aunque por suerte no entraría la daga. Era la hora de rematar el combate, y lo hizo por alto, con tres manoletina­s de lexatin. Se presentía el premio si el acero no fallaba. Y se afiló: la estocada puso la guinda y fue recompensa­do con una merecida oreja.

Si el de Montalvo –la noble corrida de Luis Algarra fue remendada con dos del hierro salmantino después de la polémica batanista y camiones hacia abajo y hacia arriba– desarrolló peligro, antes se las vio con un Zapatazo con tanta clase como justo empuje. Una seria pintura era este castaño salpicado, bragado y meano, que metió la cara en el capote genuflexo de Román. Brindó al público y puso tierra de por medio para lucir su galope. Enseguida, observando que andaba con el poder contado, estudió alturas y midió las series con listeza. Mucho lo oxigenó para cuidar la calidad del nobilísimo toro en una faena de temple, rematada de frente y a pies juntos. Tanta corrección y ese punto de chispa que faltaba a Zapatazo hicieron que aquello no trepase lo suficiente. En tablas quedaron toro y torero, con ovación para ambos.

Qué buen ejemplar Rastrero, un algarra de triunfo con el que los tendidos ondearon los pañuelos blancos para Francisco José Espada, pero el presidente decidió guardarse el suyo. Una vuelta al ruedo daría el madrileño, que mostró un toreo en evolución. Muy centrado y con ambición desde el emotivo prólogo: colocó la punta de las zapatillas sobre la primera raya y elevó dos estatuario­s antes de una golosa espaldina y guiños al que paga en

El torero madrileño, el primer herido en la feria, sufrió una cornada en la cara interna del tercio superior del muslo izquierdo de dos trayectori­as: una ascedente de 15 centímetro­s que alcanza pubis y otra hacia dentro de 15 que bordea el recto. Puntazo corrido en el gemelo izquierdo y policontus­iones ambas piernas. Pronóstico grave».

el pase de pecho. Que los bordó, profundos, de cabo a rabo. En el pitón derecho se basó, dando primero esa distancia que tanto cala en Madrid y acortando luego terrenos mientras coronaba las tandas con bonitos pectorales. No brotó el mismo ritmo por el zurdo y para no perder la conexión improvisó nuevos pases por la espalda. Faena medida, pues en cuanto ob

servó que el buen Rastrero hacía amagos de desentende­rse, se apretó por bernadinas y coronó el conjunto de una contundent­e estocada. Paseó el anillo sin peluda.

No quería irse de vacío el de Fuenlabrad­a –autor de los mejores muletazos– y sopló un soberbio principio de hinojos al sexto, llevándolo muy toreado y gustándose. A menos fue el obediente animal, mientras Espada mostraba su progreso y su valor. Hasta llevarse un pitonazo seco y tener que pasar a la enfermería con una cornada de dos trayectori­as.

Cero suerte con su lote tuvo El Payo en su reencuentr­o con Las Ventas después de siete años de ausencia. Entre calada y calada, aguardaba la salida del primero, Malaspulga­s, tan frenado que desilusion­ó a los numerosos mexicanos que ocupaban tendidos de sol y sombra. Se durmió en el peto el de Luis Algarra, tan encelado que no había modo de quitarlo de ahí. Mucho sangró en aquel puyazo contrario, pero su manso comportami­ento no cambió. A arreones embestía, aunque sacó más fondo del esperado y respondió al toque fuerte por el pitón derecho. Magia queretana desprendió un desdén en una faena en la que le recriminar­on la colocación. Demasiado alargó con un cuarto, de Montalvo, de negada fuerza y casta. La esperanza azteca se deposita ahora en Arturo Saldívar para romper la maldición de México y la Puerta Grande.

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CORNADA GRAVE DE FRANCISCO JOSÉ ESPADA

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