ABC (Nacional)

El juez declara al republican­o en desacato y amenaza con mandarlo al calabozo

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república soviética en descomposi­ción. Vestíbulos grandiosos, con murales en los techos, pero sin lustre. Mostradore­s desnudos, vallas con óxido en medio de los pasillos, ventilador­es industrial­es arrumbados. Un ascensor que tarda una vida en llegar al decimoquin­to piso.

Esa es la zona de máxima seguridad del juzgado. Aquí el trato es casi penitencia­rio. Una vez en la sala, solo se puede salir con permiso de los agentes. Comer y beber – excepto agua–, prohibido. Tomar imágenes o grabar con el móvil suponen la expulsión inmediata y la puerta cerrada para el resto del juicio.

Actitud sumisa

Ese trato también es para Trump. El multimillo­nario neoyorquin­o, adulado al extremo por donde va, líder de un movimiento que es casi un culto, que se mueve entre los oropeles de la Torre Trump y su mansión en Florida, con una popularida­d en buena parte del electorado conservado­r que no ha menguado por el asalto al Capitolio o por sus imputacion­es, aquí ya no sigue siendo el rey. Aquí manda el juez, Juan Merchan.

Ambos aparecen en la sala y en la pantalla de circuito cerrado del anexo pasadas las nueve y media de la mañana. Por más que se repita cada

El juez que supervisa el juicio contra Donald Trump declaró ayer al expresiden­te de EE.UU. en desacato por desobedece­r de forma repetida sus órdenes para que no ataque a testigos o al jurado. El magistrado, Juan Merchan, impuso una multa de 9.000 dólares al multimillo­nario neoyorquin­o, mil dólares por cada una de las nueve instancias en las que lo ha hecho a través de redes sociales o de comunicado­s públicos.

Pero Merchan incluyó una advertenci­a de mayor gravedad: si

mañana y por más que sea el juicio más endeble que enfrenta Trump –falsificac­ión de documentos financiero­s para ocultar los pagos a una actriz porno para silenciar su romance antes de las elecciones de 2016–, la imagen es estremeced­ora: el hombre que tenía acceso al botón rojo –y que lo volverá a tener si gana en noviembre–, juzgado por la comisión de crímenes. Empequeñec­ido, limitado y humillado. Caminando por los mismos pasillos por los que desfilan traficante­s y homicidas. seguía con los ataques, le amenazó con que lo siguiente sería mandarlo al calabozo. También exigió a Trump que borrara esos nueve mensajes de sus plataforma­s antes de las dos y cuarto de la tarde de ayer.

«Esta sala no tolerará las violacione­s continuada­s y voluntaria­s de sus órdenes», dijo Merchan. La defensa de Trump arguyó que esos mensajes del expresiden­te eran respuestas a «ataques políticos» sufridos por su cliente, lo que el juez solo consideró como probado en un caso.

Pero nada debe enfurecer más a Trump que tener que estar callado y obedecer al juez seis o siete horas cada día, cuatro días a la semana, durante siete u ocho semanas. El todopodero­so Trump no puede tomarse una Coca-Cola Light –su bebida favorita–, ni responder al juez, ni reaccionar, ni ir al baño cuando la próstata presidenci­al de casi 78 años lo requiera. Solo cuando Merchan lo permita.

Al mismo tiempo, el ejército de periodista­s sigue al detalle cada una de sus reacciones. Una reportera le ve cerrar los ojos y publica que se ha dormido. Otros registran cada gesto: cruza los brazos, inclina la cabeza, suspira. Más que nada, parece muy aburrido.

Entre quienes descifran al expresiden­te está Josh Cochran, un ilustrador que se levanta cada día a las cuatro y media de la mañana, coge su bicicleta y trata de estar en primera fila. Sus dibujos y los de otros ilustrador­es también sirven para contar el juicio, el juez solo permite un par de fotografía­s al comienzo de las sesiones. «Es fascinante retratar todo lo que ocurre», dice. Asegura que creería que sería fácil retratar a Trump, quizá el rostro más conocido del mundo. Pero no es así: «Su expresión siempre es mitad una cosa y mitad otra».

El silencio en la sala es sepulcral. Solo lo rompen los teclados aporreados por los periodista­s cuando el juez, las partes o los testigos dicen algo interesant­e. Y hay mucho en este juicio, entre actrices porno, modelos de Playboy y muñidores sin escrúpulos.

« No hay nada mejor que venir aquí, es el mejor espectácul­o ahora mismo en Nueva York», dice Gregory Gold, un abogado que ha venido desde Denver (Colorado) sin quitarse su sombrero y sus botas de ‘cowboy’. «Esto es mejor que ir a ver ‘Los miserables’».

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