Penas y miserias del Vía Crucis
Sin duda, el arzobispo, monseñor Juan José Asenjo, no imaginó las fuerzas negativas que levantaría y la posterior degeneración que ha alcanzado el bienintencionado Vía Crucis del Año de la Fe, que, lejos de percibirse entre la supuesta grey como una celebración catequética, de transmisión de realidades y valores cristianos, de hondo sentido piadoso, se convirtió desde el minuto uno de su convocatoria en un circo en el que no sólo crecieron los enanos sino que fue incorporando fieras corrupias para solaz y regocijo del coliseo. La penúltima ha sido la “restricción” de fieles en el recinto cerrado en el que convertirán el expositor de pasos de las catorce estaciones.
Sencillamente, llegó el “nuevo” Cecop para poner puertas y, a la vez, y, aprovechando la coyuntura, crear privilegios sacando de la caja de dulce de membrillo un trasunto de foto sepia de tribuna para autoridades y elegidos. Vamos, un “Todo para el pueblo... pero sin el pueblo”, en aras de una seguridad que viene a demostrar que hay ciudades que no están preparadas, ni lo procuran, para acoger acontecimientos multitudinarios que se salen de sus estereotipadas libretas de cabecera.
Retrocedamos. Octubre de 2012: el anuncio del acto más visible y espectacular del Año de la Fe en Sevilla, con el que el prelado daba lugar y protagonismo a las cofradías y, a la vez, usaba el tirón de éstas, saca la cara más feroz del capilleo, y da el pistoletazo de salida para explicitar el intolerable nivel de incoherencia, falta de sensatez y la ausencia de prestancia de un colectivo, que, merced a algunos de sus componentes, y a pesar del empeño de otros, da imagen de mero movimiento estético y superficial en general; de una fuerza, cuyo fin y sentido está dentro de la Iglesia, que muchos desean independiente y autónoma.
Los ejemplos y señales fueron muy claros, plagados de posturas a favor y en contra basadas en argumentos peregri- nos y en no pocos rencores soterrados contra el arzobispo, con el hito del espectáculo, ciertamente bochornoso, dado por doce hombres votando Cristos como si se tratara de un concurso amañado con el que contentar a algunos en detrimento, siempre, de otros, porque el arzobispo dejó en manos del Consejo la organización y la elección de imágenes, ya que era una responsabilidad “técnica” que dejaba en las manos de quienes “más saben de devociones, tradiciones y aspectos estéticos». Nada más que añadir en el resultado de este delicadísimo punto, que admite interpretaciones, filas y fobias tanto desde la objetividad como desde la subjetividad de cada cual.
Con la suerte echada, esperando un turismo que, al igual que muchos sevillanos, no podrá acceder al espacio aforado para contemplar en un paseíto las catorce imágenes elegidas, ni podrá participar, salvo por las pantallas colocadas al efecto o por la retransmisión de María Visión, el rezo de las estaciones, no cabe más que pensar que no era esto lo que pretendía Palacio. La poca profesionalidad, la improvisación, el parcheo y las complicaciones han ido dando la razón a quienes por diferentes y variopintos motivos criticaron el Vía Crucis. Ahora hay argumentos, incluidos los de los que aprovechan de la línea del obispo de Huelva, José Vilaplana, que no autorizó la procesión magna que pretendía el consejo de aquella ciudad, ya que, además de cuestiones de ámbito litúrgico, en la coyuntura de la crisis “sería un antitestimonio cristiano realizar nuevos gastos”. Ahí quedó, para alimentar críticas y para dejar en el escenario un mensaje-torpedo de uno de los Obispos del Sur.
Hay muchos fieles de esta Diócesis que sienten verdadera pena y auténtica desolación al ver el esperpento en que se ha convertido esta celebración, que ha sacado a la luz miserias y mezquindades, desuniones, malos consejos, ineptitudes. Sólo queda desear que, en la maraña de despropósitos y en la medida de lo posible, prevalezca el verdadero sentido de lo que simple y llanamente debe ser un ejercicio piadoso.