La plata americana
Hace siglos, cuando América era oro, plata, palo santo, azúcar y una oportunidad para vivir lejos de una patria demasiado madrastra para los hijos del común, allá y acá, los hombres tenían por costumbre honrar su fe ( la de la Santa Madre Iglesia y la de las enormes pirámides mesoamericanas) con la plata nuestra de cada día. Se le arrancaba a la tierra de Zacatecas y a las del Perú, porque el oro y la plata eran consustanciales a la divinidad. Tanto a la de aquí como a aquellas otras que combatieron frailes y soldados allá. Es probable que algún ídolo fundido en el infierno de la fe vaticana, forme parte hoy de una corona, de unas potencias, de una peana, de algún altar donde Cristo o María siguen invitándonos a practicar antes el amor al prójimo que la guerra.
Podemos seguir el rastro de aquella Sevilla americana en el Vía Crucis de febrero, que enaltece la fe del cristiano. Pasará el largo y barroco cortejo por delante del Archivo de Indias donde, precisamente, se guarda la memoria histórica de aquellos siglos donde Sevilla, de la mano de Montañés, exportaba a la catedral limeña altares con réplicas secundarias de su nazareno de Pasión. Y Pacheco, en su tratado de pintura, explicaba cómo hacer las cruces de los vencedores para identificar en velas y banderas la fe de la escuadra naval de la Carrera de Indias. América tan lejana y tan a mano en la plata de nuestros pasos, en el carey de algunas cruces de nazarenos egregios, en el oro de alguna virginal corona, en la verde esmeralda que germinó en la noche de una mina y que regaló la luz de América al pecho de una de nuestras dolorosas.
Concluido el Vía Crucis, la Cruz del Juramento será testigo de la vuelta de las imágenes a sus templos, tras abandonar la Catedral por la puerta de San Miguel. Dicha Cruz está situada entre el Archivo y la Catedral. Y cuentan que, poniendo a tan alto símbolo por testigo, un apretón de manos bastaba para sellar un acuerdo entre comerciantes indianos. Algo de aquella ciudad que se quedó sin alma y desbarató su pujanza para ¿siempre? la peste de 1649, veremos desfilar cerca de esa Cruz de piedra. Siempre la Cruz como símbolo de la fe y de la concordia entre los hombres. A la vera del Archivo, el río y el Arenal, aquellas dos rampas de lanzamiento de nuestras naves atlánticas, por donde llegaba el oro de los dioses americanos para convertirlo a la fe de nuestros mayores. Y por donde, a su vez, salían las tallas de nuestros mejores imagineros para entronizar, en los altares desolados del indio, la divinidad de los vencedores. La fe mueve montañas. De oro y de plata. Para convertir la ambición del hombre en la humilde exaltación de un credo que hoy es común aquí y allá.