¿Cómo entendemos el año de la Fe?
S.S. Benedicto XVI ha declarado el presente año como AÑO DE LA FE. Y, según parece, todos y cada uno de nosotros tratamos de encarar este año según nuestras creencias, nuestras motivaciones, nuestros anhelos y, desde luego, nuestra formación religiosa. Y, como no podía ser menos, nuestras Hermandades hacen lo propio. Y por favor, no se malinterpreten nuestras palabras sobre el tema puesto que no somos nadie para señalar la paja en el ojo ajeno teniendo una hermosa viga en el nuestro.
Dado que la sociedad en la que estamos inmersos, gracias a las diferentes leyes educativas que se han venido sucediendo, y una de las nefastas consecuencias ha sido la pérdida de la moral, en general, de la disciplina y de la propia responsabilidad personal, parecería razonable esperar que nuestras Hermandades hubiesen preparado, cada una según sus posibilidades, su carisma y su estilo, programas y actos encaminados a recuperar esos valores perdidos y, a través de esa recuperación, afirmar nuestra FE que, a alguien, le oímos decir que esa palabra encierra Fortaleza y Esperanza pero, tal vez, también podríamos considerar Formación y Esperanza. Y, sobre todo, nunca debemos olvidar que la transmisión o reafirmación en la Fe, se apoya en el ejemplo personal y, de manera inexcusable, en la familia.
En su reciente discurso a la Curia Romana, el Papa ha vuelto a subrayar “la importancia de la familia para la transmisión de la fe y como lugar auténtico en el que se transmiten las formas fundamentales de ser persona humana”. En esta misión, ocupan un lugar esencial aquellos a los que la sociedad, sin embargo, suele arrinconar: los abuelos, nuestros mayores. Y no olvidemos que nuestras Hermandades constituyen, en cierto modo, una gran familia, por lo que nos alcanza de lleno las palabras de S.S.
Y no podemos olvidar jamás la constancia y la coherencia siempre y en todo lugar. Podemos haber llevado una vida ejemplar (ejemplo a los que nos rodean), pero, si en un momento dado, obramos de manera incoherente con la fe que predicamos, aun cuando las razones para ello hayan sido justas y convenientes a nuestro criterio personal, es mucho el daño que podemos hacer, y la consecuencia inmediata es alejar a la persona o personas afectadas de esa nuestra fe. Y será tarea de titanes restañar la herida producida. Por tanto, parece obvio que la reafirmación en la fe, no solo significa dar ejemplo, sino también explicaciones y aclaraciones a texto antiquísimos que, seguidos al pie de la letra, no tienen cabida en nuestra percepción actual.
En numerosas ocasiones, y desde diversos ámbitos, se viene insistiendo en la necesidad de la formación. Los que nos encontramos ya en el último tramo de nuestras vidas, tuvi- mos la gran suerte, con sus luces y sus sombras que nunca faltan, de recibir una verdadera formación en el humanismo cristiano. Y esa formación se obtenía en la conjunción de Familia y Escuela, aun cuando, en bastantes ocasiones, la falta de cultura y formación de los ancestros, exigía un mayor esfuerzo de aquellos maestros que se ocupaban de formar nuestras mentes y nuestro espíritu. Pero el falso progresismo que han inspirados las leyes educativas que seguimos padeciendo, han impedido, en muchos casos, el necesario funcionamiento de ese tándem Familia-Escuela.
En nuestra niñez aprendimos que fe es creer en lo que no se ve. Y el falso progresismo de quincallería barata argumenta que si no podemos ver a Dios, es porque no existe. Y, con suma facilidad, se podría contra argumentar que si no hemos visto un millón de euros, por ejemplo, es porque no existe. La falsedad del argumento queda bastante clara. En cambio, los que gozamos de la fe que recibimos a través de nuestros mayores, podemos sentir la presencia de Dios en muchos actos de nuestra vida cotidiana.
Es claro que acondicionar nuestras vidas a los que nos exige o aconseja la práctica de nuestra fe, nos impone unos límites que no debemos sobrepasar. Y entre esos límites, y de manera importantísima en nuestros días, está la de vivir en la familia, en el trabajo o en la sociedad, de acuerdo con las normas morales. Y eso, a veces, cuesta sacrificio, al tiempo que renunciar a caprichos, más o menos disfrazados de necesidades. Y el valor permanente de la moral entendemos que debe incluirse en los programas del AÑO DE LA FE.
Otro aspecto que debería integrar también ese programa sería la de la responsabilidad de nuestros dichos y nuestros actos. Esta libertad impuesta quasi manu militari, no es tal, ya que el ejercicio de nuestra propia responsabilidad nos debe marcar el límite en que, nuestra libertad, termina donde comienza la libertad ajena. En caso contrario, deja de ser libertad para convertirse en libertinaje.
Y hemos de tener siempre presente que los conceptos señalados, no bastan con exponerlos. Hay que practicarlos y esa es el alma máter de la Formación y la Enseñanza. Recordemos aquel, a modo de chiste de nuestra niñez, en que un penitente le preguntaba a su confesor por qué no hacía lo que recomendaba a dicho penitente; y le respondía, “hijo mío, tú haz lo que yo digo, y no lo que yo haga”.
Por otra parte, parece que nuestras Hermandades entienden que lo importante para este AÑO DE LA FE, y con motivo del Vía Crucis extraordinario, es sacar muchos “pasos” a la calle. Cuantos más, mejor. E, incluso, nos atrevemos a pensar que, muy posiblemente, hayan existido luchas y enfrentamientos para conseguir que “salga” una imagen u