Javier Rubio
El Señor reina vestido de majestad, da igual si le ciñen la túnica lisa o la bordada, porque su poder es inmenso.
En sus manos están el imperio y la majestad, el poder y la gloria. Su diestra excelsa, poderosa como ninguna otra, acaricia la cruz, el instrumento de tormento en que va a ser glorificado por todos los hijos del hombre, con una mano invencible. Su mano derecha concentra todo el imperio en la punta de los dedos, los reinos que pasaron y los que tendrán que pasar, su diestra es poderosa. El Señor reina vestido de majestad, da igual si le ciñen la túnica lisa o la bordada, porque su poder es inmenso: se hace oír en el trueno, brama en las torrenteras caudalosas que se despeñan como un novillo salvaje que brinca de piedra en piedra. Su voz se hace oír hasta en los confines del universo, a una voz suya se abaten los cedros del Líbano, robustos como casas; una palabra suya basta para hacer temblar el desierto, de su boca salen órdenes de fuego que arrasan cuanto encuentran a su paso, retuerce las encinas y desbarata las montañas, las cumbres de la tierra que son suyas porque las hizo, las simas que salieron de su diestra ingobernable, los océanos en su infinita inmensidad y la tierra estremecida con su andar. Es soberano de toda la Tierra y todo el orbe está afianzado en esos pies como las dos columnas de un templo indestructible. Aquí está fijado el universo, en ese trono sin asiento del que sólo se nos da a besar el talón, y no se moverá jamás: pasarán los reyes, serán polvo los emperadores, cenizas los príncipes de la tierra y el Gran Poder seguirá manifestándose por encima del tiempo y del espacio. Gran Poder de Dios en su gloria, entronizado sobre nuestras cabezas atravesando la ciudad en silencio, con esa imagen portentosa que reúne la majestad terrenal y la gloria celeste. Es un Dios bíblico, el Dios al que rezaron nuestros padres y los padres de nuestros padres, el Dios que juró un juramento a Abraham, que sacó a su pueblo del destierro y lo reunió en su honor el Viernes Santo por la mañana en la plaza de San Lorenzo cuando los primeros rayos del sol palidecen al contacto con los refulgores de su gloria ambulante. Dios antiguo, de azulejo de Mensaque sobre el dintel de la puerta, devoción de ida y vuelta que arraigó en América lo mismo que entre nosotros: la prueba de que es un Dios infinito que no cabe en Sevilla, un Dios majestuoso omnipotente hecho hombre por amor. Su diestra es poderosa, su voz retumba en los abismos, su zancada es imperturbable. En su rostro está concentrada la fatiga interminable de los que sufren, en su cuerpo las señales de los pecados por los que ha padecido. Así se manifiesta el Gran Poder de Dios.