Vida y milagro de la Semana Santa
Terminada la infancia, la vida se convierte en una lenta sucesión de despedidas. Aunque antes de que eso ocurra habremos aprendido todo lo importante: el calor del hogar, el fulgor de la luz, el olor de las cosas, las sensaciones que producen los sentimientos y… el dolor del primer amor, que es precisamente el trance con el que acaba la infancia. Nada llega tan adentro como aquello que descubren los ojos de un niño. Por eso la infancia tal vez sea la verdadera y única existencia del hombre. Luego vendrán las decepciones e, inmediatamente, las despedidas. Primero, del mundo que hasta entonces conocíamos y, después, de todo lo demás. Considerar todo esto facilita comprender la relación, de amor o de odio, pero en cualquier caso íntima, que establece el sevillano con la Semana Santa de su ciudad; esa es también una experiencia que aquí se adquiere durante la infancia. Es decir, los sevillanos, querámoslo o no, estamos marcados por todo lo que pasa en esos días, sus grandes solemnidades públicas y sus pequeños rituales particulares; sus instantes de elevación espiritual y sus escenas de flaqueza humana. De repente una tarde de sol radiante, ante el niño estallan al mismo tiempo decenas de estímulos que actúan sobre cada uno de sus flamantes sentidos: el estruendo desconcertante de las cornetas y tambores; un aroma desconocido en cuyos efluvios se amalgaman la miel de las torrijas, el azahar, la cera, el azúcar y la fuchina de los caramelos, el incienso, colonias de toda gama (caras y baratas), la fritanga de los bares y mil olores y hedores más; las calles son atravesadas por largos cortejos formados por misteriosos seres encapuchados, en medio de los cuales surge una inmensa mole dorada ambulante que adornan flores y velas (el enigma hipnotizante del fuego), sobre la cual son portadas unas figuras, aparentemente humanas. La voz en la que el niño confía le explicará mientras las ve pasar que se trata del ‘Señor, la Virgen, los judíos y los romanos’, seres todos de otro mundo, de otro tiempo. Y, por último, o para empezar, envolviéndolo todo está ese ente disforme y sugestionado que llaman la ‘bulla’, a través del cual se extiende en contagio irrefrenable la misma epidemia catártica de todas las primaveras, provocando nudos en