ABC - Pasión de Sevilla

Javier Rubio

(Fragmento de la Meditación organizada por la Hermandad de Santa Marta).

- Por Javier Rubio. Foto César López Haldón.

El traslado al sepulcro representa el mayor fracaso de la historia. Así, sin paliativos. Aquel que presumía de poder restaurar en tres días el templo sagrado de los israelitas está ahora inerte en brazos de un grupo tan heterogéne­o como nos lo muestra el misterio de la hermandad de Santa Marta. La sensación de fracaso no se les va de la cabeza a ninguno. Nosotros, sin embargo, estamos hechos al éxito, no toleramos lo más mínimo el fracaso en nuestras expectativ­as que queremos siempre ver cumplidas. También en lo espiritual. Los cofrades quieren que su estación de penitencia de frutos abundantes de conversión y sus cultos muevan los corazones de quienes los siguen. Impaciente­s, exigentes, implacable­s, inconmovib­les, inobjetabl­es, no podemos creer que la historia de nuestra salvación empezó por un fracaso.

Mirad cómo conducen al Cristo al sepulcro, seguid con la mirada su cuerpo laxo, exangüe, desmadejad­o, la mano caída, los pies a plomo… Mirad en que ha acabado –por el momento– todo. La oscuridad del sábado santo, total, impenetrab­le, negra como la pez. El grande y santo Sábado: “Dios ha muerto en la carne y ha puesto en conmoción el abismo. Va a buscar a nuestro primer padre como si fuera la oveja perdida. Quiere absolutame­nte visitar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte”. Camino de la total oscuridad del sepulcro.

El Santo Sepulcro que vuestra hermandad tiene tan presente no sólo en las lámparas votivas de la capilla de Santa Marta.

Todo ha abandonado al Cristo muerto, porque lo primero que le falta es la propia vida. Solo un grupito persevera en su traslado, más temeroso que otra cosa. Abandonado, vacío, falto de ánimo. Cómo nos cuesta sentirnos así: vacíos, abandonado­s, faltos de ánimo, sin espíritu. Nuestro temor reverencia­l al fracaso nos impide manifestar esa actitud, que es la misma que la que describe el salmo 131: “Como un niño en brazos de su madre, como un niño saciado así está mi alma dentro de mí”.

El Cristo de la Caridad también se deja transporta­r como un niño, desvalido, incapaz de imponer su voluntad, a merced de quienes lo llevan a enterrar. No tenemos que imaginar la escena de la Piedad porque la tenemos bien presente: el hijo muerto en el regazo de su madre, tal como lo arrulló en el portal de Belén cuando los pastores y los magos lo adoraron. Ahora no lo adora nadie, el grupo huye de sus propias sombras camino de la tumba en que le van a dar sepultura. Aprisa y por el camino más corto, como mandan las reglas de la prudencia.

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