Félix Machuca
Hay un Murillo desconocido. O agazapado tras la imagen oficial de uso tópico. Hay un Murillo que no es el que se desprende de haber visitado el cielo, instruirse con los ángeles y hablar con la Inmaculada de la Catedral para pintarla de tal forma como si la conociera de toda la vida. Como si fuera la vecina de su casa sevillana que le sirvió de modelo. Como si fuera una de las damas que sobrevivieron a la durísima peste que asoló la ciudad en 1649. Ese Murillo que se desliza, elegante, piadosa y seráficamente, desde su iconografía religiosa, dibujándose pío y devocional, dulce y bondadoso, es la foto del pintor oficial, la imagen de un artista cumbre y famoso en su época que conocía perfectamente cuál era su mercado. Sus biografías más divulgativas lo señalan casi como un personaje que ha escapado de uno de sus cuadros, sumido en tules casi de santidad. Uno de estos biógrafos, Luís Alfonso, en el siglo XIX, llegó a describirlo como “de dulce y benévola condición, de acendrada fe y de cristianas y ordenadas costumbres”. Enrique Valdivieso, ya en pleno siglo XX, tampoco se separa mucho de este daguerrotipo y asegura en su libro “Murillo. Sombras de la tierra, luces del cielo” que su “temperamento debió estar presidido por la calma y la serenidad, siendo persona de talante apacible y considerado por los que lo conocieron como hombre modesto y nada pretencioso”.
Sin descartar ninguna de estas pinceladas dadas por los que más bucearon en su vida, también cabe decir que Murillo era humano. Muy humano. Un tipo que coleccionaba monedas de plata y oro de la Roma clásica, que invertía sus ganancias en el comercio indiano, que se arruinaba si una mala mano de la vida entraba en el envite y que penaba sus deudas por impagos en la Cárcel Real de Sevilla. Fiel al dicho local que en toda casa hay un cuadro torcido, en la de Murillo, tan engordada por la descendencia y los gastos domésticos, el cuadro más torcido parece que fue el de los avatares terrestres del propio pintor. Solo así podemos entender que, tal vez en una de esas malas rachas, alquilara túnicas de sangre y luz para los nazarenos de Montesión, hermandad a la que pertenecía. Este dato no es un invento. Ni una fantasía periodística. Es un hecho, eso sí, que la historiografía al uso parece haber pasado por alto. Cosa que no ha hecho el académico e investigador del Arte, Benito Navarrete, que nos lo explica meridianamente claro en la página 31 de ese impagable libro suyo titulado “Murillo y las metáforas de la imagen”. Muy recomendable para que se lo pidan a los Reyes.
Navarrete dice que el Rafael español, como definió Lafuente Ferrari al maestro sevillano, en 1657 alquiló “túnicas de sangre y de luz para la estación de penitencia de la hermandad de Montesión el Jueves Santo de 1657 por valor de 572 reales de vellón” ¿Nos da ese dato suficiente fuerza argumental como para platearnos su pertenencia a la hermandad del Rosario (de cuya advocación saldrían una cantidad nada despreciable de cuadros representándola) y de la Caridad como un capillita al uso? Con la fina y firme mano del pintor él mismo dibuja un autorretrato muy poco conocido que en nada desmerece al capillismo actual. ¿Era un polinazareno como esos capillitas que hoy pertenecen a varias hermandades? Da la impresión de que estas cosas las llevara Sevilla en su ADN, en su código genético. Y se heredaran, por transmisión, per secula seculorum. Las hermandades como símbolo de poder social, como foro de relaciones mercantiles y como red de connivencias clientelares muy terrenales. Para ser y estar lo mejor es una hermandad, podría decirse. A Dios lo que es de Dios y al César lo que le toca. Ese Murillo capillita está vivo hoy en muchas de nuestras hermandades. Donde los usos y costumbres que mandan en los tuétanos de su código de relaciones sociales y mercantiles se parecen a las que practicó el genial pintor. Eso sí, hay una gran diferencia. Murillo nos pintó el cielo para desvelarnos la humanidad de sus misterios. Cierto capillismo nos pinta el infierno de un mundo tan terrenal que el barro se nos pega a los zapatos…