Viejas fiestas de la Cruz
Organizadas por hermandades penitenciales
Con independencia de la devoción que nuestras cofradías penitenciales de sangre rindieron, durante sus primeros siglos de existencia, a las estaciones del Vía Crucis, recorriéndolas hasta llegar a la Cruz del Campo conforme practicaban devotos ejercicios de penitencia, muchas hermandades se distinguieron por venerar la cruz de Cristo. De entre los diversos días del calendario litúrgico dedicados a la rememoración del principal símbolo cristiano, queremos destacar el de la Invención de la Santa Cruz, el 3 de mayo, y el de la Exaltación, el 14 de septiembre. Se relaciona la primera de las fiestas con el día que se encontró la cruz verdadera donde fue martirizado Jesús de Nazaret. La madre del emperador Constantito, Santa Elena, fue enviada por este a Jerusalén para que localizara la emblemática reliquia. Refiere la tradición cristiana que aquel hecho prodigioso se produjo exactamente el 3 de mayo.
Muchas cofradías se distinguieron por celebrar esta festividad durante los siglos XVI, XVII y buena parte del XVIII, porque así lo ordenaban sus propias reglas. Algunos capítulos se dedicaron exclusivamente a legislar cómo habría de efectuarse la conmemoración de tan popular acontecimiento. Unas antiguas de la hermandad de la Quinta Angustia, fechadas en 1541, instaura en su capítulo cuarto cómo había de conmemorarse la fiesta de la cruz: «mandamos que sean todos los cofrades obligados a hazer celebrar la fiesta de la Sancta Vera Cruz el tercero día de mayo a Vísperas y a misa mayor con toda la cera y cofrades. Y el que no viniere pague de pena media libra de cera. E que los mayordomos y oficiales sean obligados a ataviar la iglesia muy honradamente, lo más que pudieren, e aparejar todas las cosas tocantes y pertenecientes a la dicha fiesta».
Otra que resalta el homenaje fue la de la Santa Vera Cruz, establecida en el convento Casa Grande de San Francisco, cuya corporación adoraba también la figura de Santa Elena. Se conservan los textos de varias reglas de esta hermandad. En el aprobado en 1634, consta que su principal fin era la adoración de la Cruz, elegida «para guarda y protección particular de la Sancta Vera Cruz, en la qual quizo por su amado Hijo se ofreciese su vida porque en el madero menoscabase los daños que en el madero auían
venido». El capítulo quinto detalla la dedicación a la fiesta de la Santa Cruz, condenándose a quienes no asistiesen a la celebración religiosa del acontecimiento que organizaba la cofradía. Los miembros de su junta de oficiales debían decorar la capilla donde se veneraban los titulares, por lo que «los mayordomos y oficiales sean obligados a aderesçar la yglesia e capilla lo mejor que se pudiere y aparejar lo demás tocante y perteneciente para la dicha fiesta y solemnidad». Sus hermanos debían participar en una iluminaria, tal como lo disponía el capítulo XXI. En él, se expresa que: «auemos por bien que desde ahora para siempre jamás paguen todos los hermanos e cofrades luminaria cada un año por el día de Sancta Cruz, dando cada uno tres reales. E que el her- mano que no los diere el dicho día que no le sea dada candela». No olvidemos la importante difusión que esta corporación crucera dispensó al Lignum Crucis, una reliquia que encarnaba la verdadera cruz, en la que expiró Jesús y encontró Santa Elena.
En 1566 encontramos radicada ya en el hospital de las Cinco Llagas la de las «Cinco Plagas y Cruz de Jerusalén», una cofradía que singularmente adoptará como emblema el propio escudo de la orden militar del Santo Sepulcro de Jerusalén, que se había fundado en la ciudad Santa, bastantes siglos antes, sobre la tumba de Jesucristo. La introducción en Sevilla de esta corporación tan específica se relaciona con el viaje que efectuó a Jerusalén, en 1518, don Fadrique Enríquez de Ribera, hijo del que fuera Adelantado Mayor de Andalucía, don Pedro Enríquez, y doña Catalina de Ribera. Esta señora fundó originariamente este centro asistencial en el interior de la ciudad, aunque años más tarde se trasladó a unos terrenos situados por las inmediaciones de la puerta de La Macarena. Entre las numerosísimas Entre el gran número de cofradías de sangre que celebraban procesiones de disciplina despuntaron diversas modalidades penitenciales, alejadas del sufrimiento de exagerados daños físicos y derramamiento de las flagelaciones. Entre las más novedosas, figuró la propuesta de prácticas piadosas ejercitadas por la Santa Cruz de Jerusalén, una cofradía que rendía culto a una imagen de Jesús Nazareno, cuyos cofrades, en verdadera imitación de Cristo, portaban cruces durante su estación, de eminente carácter penitencial.
En 1578, compuso Mateo Alemán las reglas del Silencio. Consta en el Archivo General del Arzobispado que el 3 de julio de 1597 obtuvo aprobación la «Regla de la abogacía de las cruces que es en el Hospital de Jerusalén de Sevilla», ubicada ya por aquellos años en San Antonio.
El capítulo séptimo de los estatutos del Silencio versa sobre la fiesta del tres de mayo. Aquel día se celebraba un cabildo general de hermanos y era una de las fiestas más importantes que se contemplan en regla. En pueblos como Marchena, hay constancia documental de que sus cofrades, muy antiguamente, asistían a la fiesta de la cruz ataviados con el hábito de nazareno. Esta costumbre se perdió. Estas hermandades de la Vera Cruz y Jesús Nazareno, fueron tomadas como modelo y se propagaron por muchos pueblos del antiguo reino de Sevilla, como ya sucediera también con las de la Soledad, Dulce Nombre y Rosario.
Hermandades radicadas en conventos franciscanos como las del Gran Poder y el Valle, se contagiaron también de la fervorosa adoración franciscana hacia la Cruz, por lo que ambas organizaban funciones en su honor. Unas reglas del Valle, datadas en 1565, refiere que se hiciese el día de la Cruz «la fiesta en Nuestra Señora del Valle con toda la solemnidad que se pudiere hacer, assí a las Vísperas como a la missa, y que la missa se diga cantada con diácono y subdiácono, y se siga su sermón y con órganos (…/..) y en esta fiesta tenemos processión por la yglesia y claustro del dicho monesterio».
Por entre lugares recónditos de la ciudad existieron erigidas cruces. Al margen del uso distinto que cada una de ellas desempeñó, bien como humilladero, límite territorial o cualquier otra cuestión del ámbito de la sacralidad, en más de una de aquellas cruces terminó germinando una hermandad que, en origen, veneró también el Santo Madero. Es el caso de la hermandad que nació en tor-
no a la Santa Cruz de la resolana y Nuestra Señora del Rosario, conocía hoy como la de las Aguas de la calle 2 de Mayo (al absorber una corporación trianera que veneró a un crucificado bajo esta advocación).
Después de la severidad y el rigor penitencial de las estaciones penitenciales de Semana Santa se sucedían en el calendario cofrade esta gran fiesta letífica. Fue tradicional celebrarla con gran alegría. En aquellas funciones que las hermandades penitenciales celebraban en el Siglo de Oro, el día 3 de mayo, por ordenación de sus propias reglas, e incluso en las promovidas por los frailes y otros ministros eclesiásticos del momento, tenemos que buscar el origen de las populares Cruces de mayo que luego, con el paso de los siglos, terminó celebrándose en plazuelas, esquinas callejeras y corrales de vecinos. Carece de fundamento el carácter pagano que hoy pretende asociarse a esta celebración concreta, de eminente y profundo sentido cristiano.
La autoridad eclesiástica procuró aplacar la algarabía con la que entonces se conmemorada esta festividad litúrgica fuera de los templos. Un mandato ordenado por el señor visitador del arzobispado, en 1688, nos permite conocer que el entonces arzobispo, don Jaime de Palafox, editó unas normas eclesiásticas que impedían el montaje e instalación de cruces en casas particulares, ni que se realizasen fiestas por la noche dedicadas a la cruz.