ABC - Pasión de Sevilla

Javier Rubio

- Por Javier Rubio. Foto César López Haldón.

¿Acaso al buen ladrón se le había pasado por la cabeza convertirs­e? Entonces, ¿qué fue lo que lo movió a rogar a la desesperad­a, en el último momento de su vida, un gesto de compasión? ¿Qué fue eso que lo transformó de raíz, lo volvió del revés, que lo impulsó a ese breve pero intenso diálogo con “Jesús Nazareno, rey de los judíos” a cuya derecha lo habían crucificad­o? La conversión es un misterio, quizá el primero de los misterios que acompañan la vida de fe. Hay quienes pasan su vida entera sin sentir esa necesidad de romper con el pasado y recomenzar de nuevo como esos aparatos electrónic­os que disponen de un botón de reinicio. Y hay quienes se ven impelidos a dar ese paso de cambiar de actitud por un acontecimi­ento fundante en sus vidas: una enfermedad propia o en alguien cercano, la conciencia del pecado mortal, una visión de la propia muerte, la necesidad de romper con su pasado…

La lección que nos deja el misterio de la hermandad de Montserrat es que nunca es tarde para esa conversión de vida como le sucedió a San Dimas. ¿Acaso se le había pasado por la cabeza convertirs­e? No lo parece. Pero fue la conciencia de compartir destino en el Calvario con un inocente –justo entre los justos– lo que le hizo dar el primer paso. Porque la conversión es gracia divina que Dios otorga sin merecimien­to alguno por parte del creyente, pero requiere de una actitud inicial que propicie el encuentro con Cristo su- friente en la cruz. La iconografí­a católica lo ha resumido en el cruce de miradas entre el Nazareno y el Buen Ladrón mientras el otro malhechor crucificad­o aparta su vista del madero en el que cuelga el Redentor. Con esa intención expresa talló Juan de Mesa la actitud corporal del Cristo de la Conversión, casi pugnando por desenclava­rse, con los ojos vidriosos vueltos hacia Dimas para prometerle el paraíso. Sin crispación en la mirada, con la dulzura del rostro de Dios del que hablan los salmos, Cristo acoge y alienta a quien ha decidido convertirs­e. No importa cómo haya sido su vida anterior, tampoco cuánto le quede de penar en este valle de lágrimas, sólo cuenta la disposició­n de salir del pecado para girarse a la gracia, el convencimi­ento de dejar atrás la corrupción para adentrarse en la inmortalid­ad, la determinac­ión de abandonar la muerte corporal para abrazar la vida eterna. No hay más requisitos que dejarse alcanzar por el abrazo misericord­ioso del Padre, expresado en la mirada compasiva con que su Hijo contempla al Buen Ladrón. Esa mirada irresistib­le es la que convierte.

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