Javier Rubio
Esta es la cruz verdadera, que eso precisamente significa Vera-Cruz. Es extraño que los cristianos hayamos adoptado como símbolo de nuestra fe el instrumento de tortura en el que murió el Hijo de Dios. El Cristo de la Vera-Cruz nos evoca ese misterio principal que es la cruz en la vida del cristiano. Porque se asocia con el sufrimiento, con los padecimientos que cotidianamente hay que afrontar. Esas son las verdaderas cruces. Cada uno, la suya: la enfermedad, el paro, la adicción, la soledad, el desprecio, el descarte, la burla, el mismo sinsentido de una existencia sin horizontes ni esperanzas. La cruz es símbolo de derrota, de clamoroso fracaso en nuestras aspiraciones mesiánicas: ahí acaba Jesucristo, colgado indecentemente desnudo entre dos malhechores, sin el más mínimo rasgo de piedad entre quienes lo contemplan que no sea darle a beber en una esponja bañada en vinagre. Fin. Si todo hubiera quedado en ese madero, en ese leño retoñado del que nació un vástago de la estirpe de David, se trataría de un monumental descalabro. Por mucho que los cristianos hubiéramos querido adoptar la cruz como señal distintiva, se trataría del símbolo de una decepción; la misma que mascullaban los discípulos camino de Emaús, frustrados porque las bellas enseñanzas del Nazareno se hubieran quedado clavadas en la cruz. Por eso la Vera-Cruz no está completa si no se tiene en cuenta la gloriosa Resurrección que le sigue y que es el triunfo definitivo sobre la muerte que proclama el paso alegórico de la Canina. Sin ese trance, como asegura San Pablo, nada tendría sentido. Por eso la Vera-Cruz, la verdadera cruz en la que Cristo murió, está anunciando también su Victoria, porque no es derrota ni humillación lo que vemos en ese Cristo agonizante, recién bendecido por el arzobispo para la parroquia de Montequinto como donación del congreso de la Confraternidad de Hermandades de la Vera-Cruz. La verdadera cruz es gloria.