Félix Machuca
Tenía dos pasiones. Una muy terrenal. Y la otra de muchísima altura celestial, tanta altura que alcanza y administra la Esperanza. Su pasión terrenal se llamaba Marifé de Triana, con la que le dio la vuelta al mundo en sus giras profesionales, planchándole las batas y volantes de sus trajes. Vivía con su madre y hermanos en un corral macareno, la casa de vecinos de San Basilio. Y allí le pidieron tantas veces que llevara a Marifé que, Alfonso Gamero Cruces, se presentó con ella un día para que el barrio pareciera una acuarela de fiesta y colores, al mejor estilo Bienvenido mister Marshall. La otra pasión suya es La Esperanza Macarena, la Esperanza del barrio y del mundo. A la que no solo le rezaba e imploraba sus cuitas más personales. Sino que se echó su mensaje a la espalda y fue repartiéndola entre los que más la necesitaban. A Alfonso Gamero Cruces le pasa lo que decía Núñez de Herrera de los hermanos morenos de Los Gitanos a la hora de pasar lista para formar la cofradía: que por su nombre civil muy pocos se daban por señalados. Y había que decir el mote o alias para que el mentado dijera: presente. Presente pero olvidado, ajado por los años y con los recuerdos de su vida cerrados en el almario, sobrevive al tiempo en la calle San Luis Alfonso Gamero Cruces. A quien todos conocemos como La Esmeralda.
Si le dedico este artículo es porque el fulgor de su nombre artístico ha podido distorsionar su rostro más desconocido, haciendo prevalecer el frívolo del artistaje de la noche por el otro que mantenía oculto y lejos de las bandas de cornetas y tambores de la publicidad. Y resulta que es ahí, en esa cara oculta, en ese otro yo que estaba por encima del “ego sum” que iluminaba el neón y coloreaban los carteles, donde estaba la verdadera esmeralda de su generosidad. La joya más hermosa de su corona personal. Un notable urólogo sevillano, Juan Manuel Poyatos, me puso sobre aviso de este rasgo personal de La Esmeralda. Con pelos y señales. Con datos para el escalofrío, para que el corazón se te encogiera, para que los vellos se conviertan en alcayatas y poder colgar sobre ellos la sorpresa y la emoción. La Esmeralda, a la que se le endosan mil y una anécdotas como nazareno de terciopelo verde, con Luís León pidiéndole antes de salir que no le fuera a dar ningún mitin, resulta que su estación de penitencia no era solo la Madrugá. Se vestía de nazareno sin túnica ni capirote cuando la necesitaban. Con la cruz de guía de la caridad y la generosidad más cristiana abriéndole el camino.
Tanto ella como sus amigas de igual condición acompañaron, en los días postreros, a los niños desheredados por la ciencia médica y la sociedad, niños en su mayor desamparo, deformados por la enfermedad y con un horizonte vital de semanas. Acogían a esos niños, sin padres u olvidados por ellos, en sus propias casas para repartirles esperanzas a espuertas, cuidándolos y regalándoles la cálida medicina de una sonrisa. Algunos de vosotros recordaréis cómo La Esmeralda y sus amigas se echaban a estos niños sobre sus espaldas para sacarlos a la calle a que tentaran la vida, el calor de la primavera y la brisa del amor que ellos devolvían con carcajadas que te rompían el alma. Lo de que La Esmeralda le llenara el frigorífico a más de un vecino con las duquelas en los bolsillos lo sabíamos mucho. Lo que ella y sus amigas hicieron con esos niños desahuciados lo sabíamos muy pocos. Y creo que es de justicia que se sepa. Para que el retrato de su persona se equilibre con colores y formas. Y junto a la frivolidad y el neón de su estrella artística brille también con la fuerza de su nombre la Esmeralda más generosa y humana que tiene Sevilla. Quizás la sexta mariquilla terrenal que Alfonso le regaló a su amor de la muralla vieja…