EL DOLOR DE LA AUSENCIA
E leído casi todo lo que en estos días se ha escrito acerca de don Manuel y con casi todo estoy de acuerdo: su diHmensión
intelectual, su prestigio internacional como jurista —término tan utilizado y que sólo a unos cuantos corresponde—, su simpatía, su sencillez, su señorial humildad...
El inesperado fallecimiento de don Manuel fue como una puntilla que se clavara certeramente en el dolor de tantas otras desapariciones. Había sido alumno suyo en la Facultad, mas desde entonces no volví a tenerlo cerca hasta encontrarnos en la Academia de Legislación cuando ingresé en ella hace ya algunos años. Sorprendentemente, una súbita amistad sincera surgió entre nosotros; me fichó para la Tertulia del Coliseo que presidía y me requería imperativo hasta el punto de que si algún sábado no asistía, me increpaba: «... después pretenderás aprobar en junio». Hablábamos con frecuencia; quería imponerme un tratamiento al que radicalmente me negué: «A mí me llamas Manolo». Le explicaba que era imposible, que el respeto que me imponían quienes habían sido mis catedráticos me lo impedía. «Entonces yo te diré a ti don Antonio». Y así comenzábamos nuestros largos parlamentos, ya por teléfono, ya en la tertulia o un poco antes de su comienzo, pues ambos llegábamos con una discreta antelación, suficiente para que pudiera consultarle mil cosas de la más variada índole e ilustrarme él con un anedoctario sensacional, de quien conservaba la memoria más luminosa que jamás he conocido.
Nuestro mutuo cariño fue serenamente creciendo. Este otoño me incluyó en el jurado de un premio jurídico que, con su nombre, la Ciudad Autónoma de Ceuta había instaurado. Los numerosos trabajos concurrentes eran de altísima calidad y nos obligó a un tremendo esfuerzo a todos los integrantes. Me citó un día para comunicarme que la semana siguiente se entregaba el galardón y que ya tenía los billetes. «Don Manuel, si este ventarrón sigue así, yo no voy». Sin mirarme siquiera solventó la cuestión: «Tú te estás haciendo viejo». Así que con Florencio, su conductor y amigo, nos fuimos a cruzar el estrecho en un día de aguas serenas, con la inesperada compañía de mi entrañable José Manuel Maza. En su amada Ceuta pude comprobar el respeto y el cariño que en aquella tierra se le profesa.
La muerte a los 52 años de su hijo Luis, tan brillante y erudito, en la primavera de 2014 fue un rayo que quebrara un árbol sólidamente enraizado. Reaccionó como sólo los hombres grandes pueden hacerlo: el lunes siguiente, como todos los demás, ya estaba en Madrid (Comisión de Codificación, Sindicatura de la Bolsa...); se acogió a la vida, dándonos a todos un ejemplo de su inquebrantable fortaleza y de su sentido del cumplimiento del deber. Pero aquella tragedia supuso que procurara aproximarme a él con mayor dedicación, vincular con mayor cercanía mi vida a la suya, más por la tristeza que me inspiraba que por la pretensión de poder influir en atenuar un dolor que nunca compartió con nadie.
La tertulia, sin don Manuel, ya será otra cosa, si acaso le sobrevive. Y en mi alma queda una oquedad cruel que no quiero, sin embargo, se disperse con el tiempo. Lo echo de menos constantemente, recuerdo a cada instante su estelar maestría, su socarronería y ese don que tenía para definir situaciones complejas con una sola frase. Recuerdo una anécdota que dice mucho de su forma de ser: examinaba a un alumno irrecuperable, zafio, ignorante e ineducado; a medio interrogatorio, el examinando le transmitió que necesitaba ir con urgencia al servicio. Don Manuel, harto de soportar a aquel pretencioso imposible, le dijo condescendiente: Salga usted, es ahí a la derecha; pone «Caballeros», pero usted no haga caso.
Cuando vino a estudiar a Sevilla, su padre le había recomendado a un amigo, brillante abogado, según la costumbre de la época. Se trataba de don Ramón Sánchez- Pizjuán, quien, tras acogerlo con el lógico afecto, inmediatamente lo alistó entre los socios de su equipo. Tan poco dado a las imposiciones, pronto se pasó al otro aunque no fue un forofo de gama alta y nunca molestó con su afiliación a la vista, sobre todo, tras la sucesiva aparición de la legión de nietos que militaban en el bando rival.
En lo que no discrepábamos era en nuestra afición a los toros, pues ambos teníamos a un torero por el mejor de todos los que se vestían de luces y nuestras discrepancias eran de menor cuantía. Adoraba la «goyesca», era de allí y maestrante y nunca aceptó mi afirmación de que el ganado que se lidiaba en tan bella plaza era «endeble, sin cara, anovillado». Por lo demás, más o menos de acuerdo.
Podría seguir hablando de don Manuel de forma inagotable. Muchas veces le insistí en su responsabilidad de contar cuanto sabía de esta otra visión de la España contemporánea que vivió tan en primera persona, sus tiempos en la política, su gestión de la Expo, sus contactos con tanta gente de excepción en el mundo. Y estuve a punto de lograrlo de no haberse interpuesto diversos aconteceres que lo impidieron. Me quedo con su recuerdo, con su ausencia que no quiero me abandone nunca, con la satisfacción de haber sido un amigo verdadero de alguien tan singular y tan esencial en mi vida, de una personalidad tan imprescindible en la que se hacían realidad las palabras de Henry Ford: «La vejez llega en el momento en que uno deja de aprender, tenga veinte u ochenta años».
ANTONIO MORENO ANDRADE