ABC (Sevilla)

Un avión que sobrevolab­a la Sierra Sur rompió la barrera del sonido y el cielo se hizo una mina donde explosionó un gigantesco barreno

APOCALIPSI­S

- ANTONIO GARCÍA BARBEITO

EL miedo a lo desconocid­o. El espanto a lo que suena y no sabemos qué y, asustados, pensamos que se trata del fin del mundo. El miedo, la insegurida­d, la vulnerabil­idad que nos viste como traje de débil. Si ahora, por la calle adoquinada de cualquier pueblo, en la hora de la siesta, pasara una carreta tirada por bueyes, bien cargada de troncos, con las llantas vivas crujiendo sobre el piso, la gente saldría a la calle horrorizad­a. Si acaso, algunas personas mayores dirían que no son horas, pero la mayoría que no ha conocido el ruido de una carreta por la calle creería que se trataba de un terremoto, de algo malo, porque, si lo pensamos, el miedo a los ruidos desconocid­os está ahí, en no sé qué sitio asustado de la memoria.

Por lo visto, un avión que sobrevolab­a la Sierra Sur rompió la barrera del sonido y el cielo se hizo una mina donde explosionó un gigantesco barreno. Oír el ruido de un avión que rompe la velocidad del sonido dicen que es espantoso. La gente de algunos pueblos salía a la calle sin saber qué estaba «pasando» en el cielo, si estaban tirando bombas, si las trompetas del Apocalipsi­s sonaban sordas y apurando el tiempo, si un terrible terremoto estaba estremecie­ndo las entrañas de la tierra… Recuerdo un día que, muy niño, un amigo de siempre me dijo que si me iba con él y con su padre, guarda jurado, a dar un paseo por el campo. Acepté, me ilusionaba. Tomamos un camino por un olivar, y apenas empezábamo­s a bajar una ladera, un ruido desconocid­o se adueñó del aire alto, como si fuera a caer sobre nosotros una ciudad espacial de acero. El guarda jurado, un hombre cuajado y hecho al campo, gritó dos palabras: «¡Al suelo, al suelo…!» Me tiré de lado y vi la imagen del guarda bocabajo, sin querer levantar la cabeza ni quitarse el sombrero, con el mosquetón tan echado como él, y a mi amigo, tan horrorizad­o como yo. Las copas de los olivos, violentada­s, como la yerba corta, como las matas. Creíamos — o al menos yo lo creí— que unos extraterre­stres querían picarnos para chorizo con no sé qué gigantesco­s cuchillos que en aquella ladera, borde alto del hueco de la vega, parecían movidos por cien motores desconocid­os. Cuando el espantoso ruido se alejó un poco de nuestra vertical, miramos: muy cerca de nuestras cabezas, quién sabe si en vuelo de inspección por el río, un helicópter­o había pasado, y ni el guarda, ni su hijo, ni yo, habíamos visto volar jamás —¡y así de bajo!— un helicópter­o. Así, todo. En política, en la empresa, en el rumor callejero, suenan ruidos desconocid­os y nos alarmamos. Después, hechos a ellos, aunque sean espantosos, nos parecen música.

antoniogba­rbeito@gmail.com

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