Albert Santin, el camarada catalán defensor de Bielorrusia
to enfermero catalán de 24 años que en los últimos meses ha cosechado un notable éxito en las redes y en televisión, donde es contertulio habitual del debate de jóvenes que emite diariamente el canal local Teve.cat.
Santin, líder de un pequeño partido comunista catalán de inspiración soviética, ofrece una imagen cuidada –casi siempre aparece con traje y corbata– que acompaña con un discurso de firme defensa de la URSS, de Lukashenko, del sistema comunista y de su eventual aplicación en Cataluña. En su perfil de Twitter, el joven alimenta la curiosidad que despierta Bielorrusia con instantáneas que resaltan las virtudes de la economía colectivizada haciendo especial énfasis en los supermercados y restaurantes «estatales». Además de impulsor y secretario general del Partido Comunista de los Comités Catalanes (PCCC), enfrentado al PCE, Santin es presidente de la Asociación de Apoyo a la República de Bielorrusia, entidad que le permite una visibilidad mediática similar a la que antaño logró el también tarraconense Alejandro Cao de Benós como delegado honorario de Corea del Norte en occidente. «Más que una fascinación, veo en Bielorrusia un ejemplo histórico, un proceso que, como todos, tiene pros y contras. En España siempre ha existido solidaridad con Cuba, el Sahara Occidental o Venezuela, países antiimperialistas. Hoy, Bielorrusia es el único país europeo que mantiene los avances de la época socialista y soviética», defiende el joven en conversación telefónica con ABC desde Minsk, donde acudió para casarse con su prometida, nacida en este país a medio camino entre Rusia y Europa. Aunque Santin parece haberse mimetizado con el país que defiende, lo pisó por primera vez hace cuatro años. Hoy, el joven sigue presumiendo de contactos con el partido comunista de Bielorrusia, su ejército y sus empresas industriales mientras prepara su desembarco en las elecciones catalanas del 14-F.
Convertir la gorra roja de MAGA en una especie de esvástica culminaría la estigmatización
las pocas horas del asalto al Capitolio, en EE.UU ya estrenaban un documental (Hulu) sobre lo sucedido. No había pasado ni una semana y la narrativa estaba circulando. No les pudo dar tiempo a discutir la ausencia de seguridad, o que se abrieran las puertas, o que hubiera algún antifa, o que todos los muertos, hasta el policía, fueran trumpistas. Los temibles supremacistas resultaron ser un poco decepcionantes y el hombre-bisonte, que en realidad era calvo, no come alimentos orgánicos porque hace dieta de chamán. La palabra «pacíficamente» que Trump pronunció en el discurso se olvidará tantas veces como se añadió a los violentos disturbios de hace meses.
Todo da igual. Ya está manufacturado el mensaje para producir efectos que no solo alcanzarán a Trump. Se extenderán a sus colaboradores y seguidores e irán más allá de lo político. Algunas empresas se niegan a trabajar con quienes le hayan apoyado.
Para Trump hay tratamiento de enemigo. Quieren matarlo políticamente, pero si ya está muerto, ¿por qué otro impeachment?
Los jíbaros creían que el alma tenía varios estados y que en uno de ellos, el «muisak», nacía el ánimo vengativo. Cuando un hombre moría a manos de otro, en su cabeza se formaba la venganza. Para no verse perseguido por el espíritu del enemigo, el guerrero debía cortarle la cabeza y reducirla.
El ritual lo propone Pelosi, pero como es amazónico quizás lo acabe Kamala Harris, que para algo es multiétnica. No se trata de matar a Trump, se trata de matar también su espíritu para que no regrese, como hacían los jíbaros, y matar su memoria, como si no hubiera existido, igual que hacían los romanos.
Convertir la gorra roja de MAGA en una especie de esvástica culminaría una operación que estigmatizó a media población como neofascista y racista. Lo hizo la izquierda y el centro se adaptó hablando de malas formas o populismo. No le decían racista, sino narcisista.
Ahora toca rematarlo con un proceso entre la Roma Imperial, Wakanda y Orwell.
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