Trump aún manda
Lo han amordazado, pero no han conseguido que pase a un discreto segundo plano. Se ha quedado sin redes sociales, y no parece muy dado a hacer pleno uso de la sala de prensa de la Casa Blanca o del poder de los comunicados oficiales. Sus portavoces han desaparecido, y nadie –¡ni un alma!– en la Casa Blanca ha salido a defenderlo durante el rápido «impeachment» al que ha sido sometido. Y aun así, a pesar de que vivimos el ocaso del trumpismo y de que ya cuelgan en Washington las banderolas anunciando el advenimiento de Biden, Trump sigue siendo el centro de todas las miradas. Antes, porque hablaba demasiado. Ahora, porque no habla. Antes porque llamaba a la insurrección. Ahora, porque sólo habla, cuando lo hace, de su pacifismo radical. Antes porque se le veía en todas las pantallas. Ahora, porque se le cree solo, aislado, melancólico, iracundo, amargado. El final de Trump es como su ascenso, nada ha cambiado. Él es el centro de atención absoluto, una historia demasiado interesante e intrigante como para dejarla morir, la obsesión permanente de los medios, aunque les pese. Ni siquiera sus señorías demócratas lo han podido evitar, y se han apresurado a darle aún más relevancia, más material para entrar por lo grande en los libros de historia, como el único presidente recusado dos veces con el «impeachment». Se va como llegó, rompiendo moldes.