NUEVO SILBO
La gente –«ovíllate a mi lado como si tuvieras miedo»– quiere sentirse segura en lo más íntimo
AQUEL verso de temprana juventud de Neruda sigue ahí, sin rival. Esa metáfora, esa imagen, hija del vientre materno y heredada por el amor, guarda mucho: «Ovíllate a mi lado como si tuvieras miedo…» Nadie pudo decirlo mejor, nadie lo ha mejorado. El comparativo, ese como, tiene la fuerza inexplicable que tienen, aisladas, algunas palabras, como la del adjetivo doble en el verso de Antonio Machado: «Por darle al viento trabajo, / cosía con hilo doble / las hojas secas del árbol.» No es lo mismo coserlas –que ya sería hermoso– que coserlas con hilo doble.
Volvamos a Neruda, al enamorado imperativo de ovíllate. Así andamos, con tantas cosas, en tantos sitios, a tantas horas. Es más, no necesitamos que nos lo digan, lo buscamos nosotros. Cuando de niño sentíamos miedo acostados, por lo que creaba la fantasía infantil, por la oscuridad, por un ruido o por una pesadilla, nos acurrucábamos, nos encogíamos como cochinilla de la humedad, en un querer resumirnos en la nada, liados en la ropa de la cama como quien ve en ellas el vientre materno. El miedo encoge. Es por eso por lo que nos abrazamos a alguien o buscamos los conocidos espacios de confianza, como Miguel, tras volver de la gran ciudad: «Yo te tuve en el lejos del olvido, / aldea, huerto, fuente / en que me vi al descuido:» En el lejos del olvido hemos tenido muchas veces aquel pinar que maltratamos, los infinitos calmos de donde desertamos, la pequeñez rural que despreciamos por pequeña, la sencillez de lo sano, lo pequeño, lo que más nos abrazaba. Las cifras del contagio del coronavirus hablan de que sólo los pueblos pequeños están a salvo de este mal reciente. Esos pueblos que tantas veces le han dicho al hombre «ovíllate a mi lado», vente a vivir aquí, a mi paz pequeña. Un nuevo silbo suena en el aire, el silbo de lo más íntimo, de lo más pequeño, de lo menos ambicioso; el silbo que lleva en la boca el hombre que ha perdido la valentía y, desorientado por el paraíso, no sabe ni para dónde tirar ni a quién recurrir, porque teme la espada flamígera del virus. «…Quiero morir / decentemente en mi cama», dice Lorca en el romance Sonámbulo. Decimos «mi casa» como el mejor –el único– sanatorio. El posesivo ha vuelto como bandera de lo pequeño, más que de la propiedad: mi casa, mi cuarto, mi salita, mi sofá, mi mesa camilla… Nadie aspira a viajar, a visitar monumentos, a vivir las riquezas mundanas. La gente –«ovíllate a mi lado como si tuvieras miedo»– quiere sentirse segura en lo más íntimo. Y así, sin más deseos que el de seguir sanos, silbamos con Miguel: «Lo que haya de venir, aquí lo espero, / cultivando el romero y la pobreza.»
Robles, Calviño o Escrivá no son las caras buenas, el sector moderado; son tan monaguillos del gran oficiante como los comunistas Iglesias y señora, Yolanda Díaz o Garzón
U NLeviatán con veintitantos monaguillos, eso es el Gobierno de España, revuelo nervioso de casullas, barullo gamberrete con las vinajeras en la sacristía a la espera de que el gran oficiante decida, dicte, se pronuncie fatuo y grandilocuente sobre el destino de millones de españoles desde su sala de máquinas fija o volante, mercenaria en todo caso.
No hay cara buena o mala, todas son iguales y su acólita responsabilidad es la misma como integrantes de un órgano colegiado en el que, si no se está a gusto o de acuerdo, uno se va o asume todas y cada una de sus decisiones por mucho que luego se justifique fuera de cacho, como esa cantinela boba, insustancial e inane de esos tres barones, autodescartada la baronesa, levantiscos e indignaditos entre semana. Y ni un minuto más.
Tecnócratas y burócratas están donde están por lo mismo que los vagos y los disolventes, llevan la misma cartera que nunca tuvo el efímero Rafael Sánchez Mazas, que por su condición de ministro sin cartera, Franco decidió que dejara de serlo por su prescindibilidad: ay del astronauta, el extravagante separatista que reza en el negociado de Universidades, el comunista preocupado por las bebidas azucaradas, la del gasoil, la consorte o los que nadie sabe siquiera cómo se llaman o si tienen cartera.
Y es que, por más que corifeos de toda laya canten sus excelencias y moderación, son parte del mismo proyecto disgregador y destructivo de la España constitucional, de la Monarquía, de la independencia judicial, de las libertades fundamentales y de un proyecto común de convivencia con más de cuarenta años de vida, barrenado a conciencia milímetro a milímetro con la parálisis y el pánico del estado de alarma.
Son todos partícipes pasivos en la misma perversión, en la asunción pastueña de las mentiras del personaje y corresponsables de la gestión de la pandemia y del concienzudo proceso de demolición del más largo y fructífero proyecto de convivencia de la historia de España aprovechando el estupor de buena parte de la sociedad española y la mansedumbre y seguidismo de otra no menor ni desdeñable.
Y lo son desde el origen en una moción de censura basada en una «morcilla» de un juez desacreditado hasta la aprobación de los presupues
Y es que el timonel, para solaz de sus socios maoístas, se basta con su ego, sus altos vuelos y un aperador en su sala de máquinas y, para el resto, sacristanes del diablo, como tituló el maestro Manolo Barrios su semblanza de Fernando Villalón.
Mientras estén ahí, lo serán del primero al último como criados, servidores, ecónomos, acólitos, como sacristanes de amén, para el repique de campanas y el botafumeiro hasta la corcha de incienso: y es que «cuando se deja de creer en Dios, enseguida se cree en cualquier cosa» (Chesterton).