Biden abraza el «América primero» de Trump
El presidente ordena que el Gobierno solo compre productos hechos en EE.UU.
formación propia de Trump, para la que se manejan nombres como el Partido de la Libertad o el partido MAGA, el acrónimo en inglés de «Hacer grande a EE.UU. otra vez».
Miembros del círculo íntimo de Trump han negado que quiera romper el partido con una escisión. Jason Miller, uno de sus principales asesores, aseguró este fin de semana que el objetivo de Trump es recuperar la Cámara y el Senado para los republicanos en 2022 y que «no hay nada planeado fuera de esos esfuerzos». Pero dejó una amenaza velada: «Está completamente en manos de los senadores republicanos de que eso se convierta en algo más serio», dijo Miller en referencia al juicio del impeachment en la Cámara Alta, que arranca el 9 de febrero.
Una escisión republicana en un sistema de fuerte implantación bipartidista sería una noticia desastrosa para su partido. Las elecciones en distritos o estados competidos, por no hablar de una elección presidencial, se entregarían a los demócratas. Muchas figuras republicanas –desde la presidenta del partido, Ronna McDaniel, al senador Lindsey Graham– han pedido que no haya purgas ni ataques internos y que se encuentro una plataforma para que todos los conservadores sigan bajo el mismo techo.
Queda por ver cómo se apaciguan las corrientes enfrentadas y cómo se acomoda a Trump en el proceso. Si la jornada de ayer es indicadora de algo, es que la sombra del presidente será alargada. La que fuera su secretaria de Prensa, Sarah Huckabee Sanders, presentó su candidatura a gobernadora de Arkansas con un vídeo en el que elogia a Trump y a su legado y denuncia a la izquierda radical. Al mismo tiempo, el senador Rob Portman, un republicano moderado que no participó en la lucha de Trump contra los resultados electorales, anunciaba que no se presentaría a su reelección y denunció la «creciente polarización», con los dos grandes partidos «cada vez más escorados a la izquierda y a la derecha».
Ayer, una delegación de la Cámara Baja presentó en el Senado los cargos, para que se inicie el juicio el 8 de febrero. El objetivo: para unos venganza, para otros inhabilitar a Trump para ocupar en el futuro un cargo público.
Joe Biden busca imprimir un cambio de rumbo en EE.UU. tras la presidencia de Donald Trump, pero en algunos aspectos ya demuestra que seguirá las líneas maestras impuestas por su antecesor. El presidente de EE.UU. tenía previsto ayer presentar una orden ejecutiva para fortalecer el tejido productivo dentro de las fronteras del país frente a las importaciones extranjeras. Dentro de la batería de decretos que ha presentado desde su llegada a la Casa Blanca la semana pasada, Biden dedicó el día de ayer a endurecer la regulación para que el Gobierno de EE.UU. incremente las compras de productos «made in USA».
El objetivo de la orden ejecutiva es limitar las excepciones por las que los organismos gubernamentales compran productos y materiales del extranjero, restringe la definición de lo que es un producto «hecho en EE.UU.» y aumenta los requisitos para los niveles de componentes locales.
La decisión es una muestra más de la erosión en EE.UU. de los fundamentos del libre comercio y del globalismo, que se impusieron en el país desde la década de 1980 y que contaron con el apoyo de presidentes de todo el espectro político. Eso cambió en la campaña presidencial de 2016 con la irrupción de Donald Trump, que ofreció un mensaje de proteccionismo político para ganarse a la clase media blanca que había visto desaparecer el número y la calidad de los empleos en el sector productivo en favor de economías en desarrollo como China, India o México.
El cambio de paradigma no era solo entre los republicanos. En aquella campaña, el izquierdista Bernie Sanders puso contra las cuerdas a Hillary Clinton –una demócrata convencional favorable a los tratados de libre comercio– y su influencia se ha alargado hasta la candidatura de Biden.
Trump declaró la guerra comercial a China, el gran rival económico de EE.UU., y apretó a sus aliados al otro lado del Atlántico con aranceles nuevos o más altos (el aceite español ha sido uno de los perjudicados).
Decisión preocupante
Nada indica que la Administración Biden vaya a dar la vuelta en ese camino y esta orden ejecutiva –se engloba dentro de la promesa de campaña «comprar producto estadounidense»lo deja claro. La decisión es preocupante para socios como la Unión Europea, que busca restablecer relaciones menos tensas tras las turbulencias de la presidencia de Trump, o Canadá, que ya se quejó sobre esta política en la primera llamada de Biden con un líder extranjero, la que mantuvo el pasado viernes con el primer ministro canadiense, Justin Trudeau.
La Administración Biden ha justificado que la pandemia de Covid-19 ha mostrado las debilidades del sector productivo estadounidense –ha tenido que comprar en el extranjero materiales para test y de protección para sanitarios–, pero la intención de fondo es reforzar al sector productivo nacional: que una parte mayor del pastel de 600.000 millones de dólares que se gasta el Gobierno en contratos vaya a producto estadounidense.
Con una solemne procesión de miembros de la Cámara de Representantes, de un lado a otro del asaltado Capitolio, la segunda acusación de «impeachment» contra el ahora expresidente de EE.UU. fue entregada formalmente ayer al Senado. Los miembros de la Cámara Alta –bajo la presidencia esta vez del senador demócrata más veterano, Patrick Leahy– se encargarán de decidir a partir del 8 de febrero la culpabilidad o inocencia de Trump de la acusación de incitar a la insurrección.
A pesar de toda la atención generada, estos excepcionales juicios políticos son uno de los instrumentos constitucionales peor entendidos dentro y fuera de EE.UU. Lo cual contrasta con el esmero que Franklin, Hamilton y sus colegas pusieron en esta herramienta de buen gobierno. Un procedimiento, que según explica el profesor Cass Sunstein, se encuentra en el «centro del esfuerzo intrincado y majestuoso de los fundadores para equilibrar los definitorios compromisos republicanos de libertad, igualdad y autogobierno con la creencia en un fuerte y energético gobierno nacional».
Por eso el «impeachment» en EE.UU. debe entenderse como parte de todo ese elaborado equilibrio en el que se incluyen los mandatos presidenciales de cuatro años, el control electoral, la separación de poderes y un sistema de derechos individuales. Aunque para simplificar quizá sería mejor definir lo que no es un «impeachment»: no es una forma de revertir el resultado de unas elecciones; no es una moción de censura; no es lo que quiera una mayoría de la Cámara Baja; y tampoco sería el castigo a un delito.
Básicamente, el «impeachment» es un remedio contra el tipo de abuso del poder que solamente un presidente puede cometer. En el caso del inacabado juicio político contra Richard Nixon, se llegó a barajar una acusación por delito fiscal. Pero sabemos que para evadir impuestos no hace falta ser presidente (ni tampoco rey). En el caso de Trump, para conseguir un veredicto de culpabilidad, la clave está en la improbable suma de 17 senadores republicanos dispuestos a restaurar el equilibrio perdido en Washington.