LA LLAMA DE MANUELA
Por ella aprendí a amar el pasado, y a reconocer cuánto de nuestro presente no es más que un pasado repetido mil veces
APESAR de nuestra maldad adolescente, la renquera de Manuela nunca constituyó para nosotros un motivo de chanza. Más bien lo contrario: su andar tambaleante, siempre con el apoyo de recios bastones, era la viva imagen de la elegancia. Nunca fue Manoli, ni cualquier otro diminutivo que rebajara su gravedad. Manuela era nuestra profesora de Griego y de Cultura Clásica, una mujer mayor, sabia, con un humor seco pero inteligente parapetado tras una imagen de completa austeridad. De hecho, no me cuesta representármela como una versión avejentada de Hera, la mujer de Zeus.
Éramos jóvenes, estábamos vivos, queríamos divertirnos. Así que encerrarnos varias horas a la semana en el aula de Clásicas del Instituto, la más pequeña de todo el IES Juan de Mairena en aquel tiempo, para estudiar los mitos clásicos o la voz medio-pasiva del griego, no era precisamente el plan más atractivo, especialmente en los crueles días de primavera. Puedo decir, sin embargo, que en aquellas clases de Manuela encontré mucha más vida que la que había fuera. No sólo por el formidable festival degenerado que nos ofrecían los héroes y dioses griegos, sino también por la sensación de hechicería que asociaba al hecho de saber leer una lengua muerta: era como ser capaz de resucitar cadáveres.
Por Manuela, y también por Germán, nuestro profesor de Latín, aprendí a amar el pasado, y a reconocer cuánto de nuestro presente no es más que un pasado repetido mil veces. El comienzo y el fin de todas las historias estaba allí, en el legado de los textos clásicos, que hemos asimilado de forma natural sin caer en la cuenta de que todo lo que vemos o somos, incluso lo más vulgar —sí, también la lapidación televisiva de Kiko Rivera a su madre o «La isla de las tentaciones»—, proviene del mismo barro.
Hace unos días informaba Mercedes Benítez sobre la petición lanzada por un grupo de alumnas del IES Néstor Almendros de Tomares para evitar la eliminación de la asignatura de griego en su centro. Una de las razones esgrimidas para justificar su suspensión es que la utilidad de la asignatura es nula. Justo había terminado de leer «Una Odisea», la entrañable epopeya de Daniel Mendelsohn, en la que un hijo experto en griego acoge en un seminario sobre «La Odisea» a su viejo padre, siempre reacio a las letras. Al final de sus días, el regreso de Ulises a Ítaca ayuda a padre e hijo a conocerse de verdad.
Ahora que oteo los 45 en el horizonte, y que yo también he comenzado el regreso, quisiera tener aquí a Manuela para poder agradecerle todo lo que nos dio entonces. Su llama vive en mí hasta el punto de que hoy no sería el hombre que soy sin ella. Es precioso reconocerla en jóvenes de apenas 17 años como las alumnas del Néstor Almendros: como miembros de una cofradía secreta, ellas portan la luz, ellas resucitan lenguas muertas.