UNA ÉTICA DE LA EJEMPLARIDAD
REYES
Nada más descorazonador para los gobernados que ver perpetuados en sus puestos a gobernantes que han abdicado de su obligación ejemplarizante en beneficio propio
«HACED y cumplid lo que os digan, pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen». Son palabras que el evangelista Mateo pone en boca de Jesús al referirse a los escribas y fariseos que se sentaban ufanos en la cátedra de Moisés pero después vivían inmersos en la opulencia y en la hipocresía. Con ellas estaba reafirmando uno de los estímulos más poderosos del desarrollo moral de la especie humana: el poder de convicción de la conducta sobre las palabras («verba volant»), del hacer sobre el decir. La conducta y no el mensaje verbal o escrito es el motor que dinamiza el relevo generacional, el engarce entre un modelo de vida todavía vigente y aquel otro que habrá de sucederle en el correr de los años pero que al tiempo tiene mucho también de herencia recibida.
El ejemplo de los padres ante sus hijos tendrá más fuerza de persuasión que todos sus sermones admonitorios. La «auctoritas» del profesor sobre sus alumnos no dependerá tanto de la altura de su saber como de la coherencia entre ese saber y su código de conducta. Y el ascendiente del maestro sobre el discípulo no admitirá fácilmente una discordancia entre lo que aquél representa y lo que realmente es. Nada más convincente y persuasivo que la armonía entre lo que se vive y lo que se predica. «Iguala con la vida el pensamiento», aconsejaba en pleno siglo XVII el capitán sevillano Andrés Fernández de Andrada en su «Epístola moral a Fabio», todo un programa de vida que hacía de la ejemplaridad una de las más nobles exigencias de la persona. Y toda nuestra literatura medieval estuvo salpicada de «exemplos» que encerraban siempre una «moraleja», es decir, un modelo de conducta que apuntaba al progreso moral del hombre.
Como afirma Javier Gomá, autor de la «Tetralogía de la ejemplaridad», esta noción «sugiere un plus de responsabilidad moral extrajurídica, exigible a todos pero en especial a quienes se desempeñan en cargos financiados por el presupuesto público». En efecto, cuando el comportamiento que se le presupone a un servidor público es desautorizado por su conducta, éste cae de lleno en la impostura ética y en el desprestigio social y político. Lo que en el común de los ciudadanos pertenece al terreno de lo privado, en el servidor público trasciende el ámbito individual para constituirse, si no en un delito, sí en un desafuero moral que lo hace indigno de seguir disfrutando de la respetabilidad anterior. Nada más descorazonador, por ello, para los gobernados que ver perpetuados en sus puestos a gobernantes que han abdicado de su obligación ejemplarizante en beneficio propio. En tales casos, el cese o la dimisión son un imperativo insoslayable para asegurar la moral cívica.
La vida política ha estado siempre, y sigue estando hoy, plagada de episodios de este género. Pero no todos tienen la misma trascendencia moral. El que España vive estos últimos días a cuenta del uso fraudulento de la vacuna contra la pandemia es uno de los más vergonzantes que puede vivir una sociedad civilizada, puesto que el egoísmo de unos pocos pone en riesgo la salud y hasta la misma vida de otros más amenazados que ellos; el beneficio del uno puede acrecer, sencillamente, la vulnerabilidad del otro. Servidores públicos de todos los colores políticos, de todos los perfiles sociales, de todas las «transversalidades» han surgido de súbito en nuestra piel de toro como un brote de setas tras las primeras aguas del otoño. Un brote que está recorriendo sin excepciones, como en los versos del «Tenorio», «toda la escala social», desde los más modestos enclaves de provincias a sitiales de más altos poderes. Es posible que no todos hayan obrado con idéntica intención transgresora. Pero la miseria moral de aquéllos que con plena conciencia hayan abusado de su poder y burlado el espíritu solidario de una sociedad libre sólo merece la más dura de las condenas.
Nunca he creído que en España, inventora del canon picaresco, tenga que haber más pícaros que en ninguna otra parte del mundo, tal como entre bromas y veras le he oído decir a algunos de mis amigos comentando el proceder de aquéllos que no han tenido la dignidad de aguardar su turno para ser vacunados y se han servido de los atajos a su alcance. Una larga experiencia docente me ha convencido de que una cosa es la literatura y otra bien distinta la vida. Y los muchos años ya vividos me convencen también de la identidad universal de la condición humana. Pero episodios como éste dan pábulo al falso y muy manido estereotipo de una España «diferente» al resto del mundo civilizado. Como no creo tampoco en ninguna suerte de esencialismo histórico, tal vez lo que nos falte sea, sencillamente, madurez democrática, una clase dirigente más consciente de la responsabilidad moral que el poder conlleva y unos ciudadanos menos condescendientes con las incoherencias y engaños de sus gobernantes. Una ética de la ejemplaridad internamente asumida por los unos y por los otros.