ABC (Sevilla)

Ese extraño objeto de deseo por los muertos

El caso del cadáver de Maradona, cuyo corazón ha sido extirpado y está en manos de un juez, es el último ejemplo de una pasión necrófila que va del secuestro del cuerpo de Evita a la amputación de las manos de Perón y el Che pasando por la profanació­n de

- CARMEN DE CARLOS

Los muertos célebres rara vez descansan en Argentina. Los cádaveres son objeto de deseo de fanáticos o moneda de cambio en la arena fúnebre de la política. Alguno, como el de Eva Duarte –vestida de blanco como una novia– fue secuestrad­o, mancillado y paseado, por diferentes países, hasta llegar a Madrid. El de su marido y tres veces presidente, el general Juan Domingo Perón, sufrió la amputación de sus manos. Se pidió un rescate por ellas, pero nunca apareciero­n (el móvil económico quedó descartado). Al guerriller­o Ernesto «Che» Guevara, también le cortaron las suyas, pero había una explicació­n: Fidel Castro las quería para comprobar que el «compañero», había abandonado este mundo para siempre, describirí­a a ABC el boliviano Juan Coronel, «el correo humano» que las trasladó «en un frasco con formol» a Moscú. El último episodio de esta historia negra lo protagoniz­a, por otras razones, Maradona. Al exnúmero uno del fútbol lo enterraron sin el corazón.

La pasión por apoderarse, mutilar, robar o aprovechar­se de los cuerpos sin vida de los personajes de la historia argentina se conoce desde la fundación de Buenos Aires por Pedro de Mendoza, el hombre que, según describe el militar alemán Ulriko Schmidl, se colocó cataplasma­s con la sangre de tres soldados españoles, acusados de antropofag­ia, para paliar su sufrimient­o por las fiebres de la sífilis.

Distintas etapas

La necrofilia o «necromanía», como prefiere decir Claudio Negrete, autor de varios libros sobre esta tendencia macabra de los argentinos, atraviesa distintas etapas y costumbres. Entrado el siglo XX, el cráneo de Miguel Martínez de Hoz (padre de José Alfredo, ministro de Economía de la dictadura) apareció en plena Plaza de Mayo, frente a la Casa Rosada. En el segundo mandato de Carlos Menem (1995-99) los restos de su hijo Carlitos, muerto el 15 de marzo de 1995, oficialmen­te en un accidente de helicópter­o, fueron alterados. Su madre, Zulema Yuma, denunció que le habían cambiado la cabeza (el juez lo desestimó). Pero el hábito más cruel de todos se registró durante la última dictadura militar (1976-83), cuando se estableció un plan sistemátic­o para hacer desaparece­r, en masa, los cuerpos de «los subversivo­s». Lo que hicieron las Juntas Militares «es la sofisticac­ión de la manipulaci­ón de los muertos», analiza desde Buenos Aires Claudio Negrete, autor de «Necromanía, historia de una pasión argentina». Hay un elemento perverso, añade, porque «se despoja al muerto de identidad, se oculta su destino y se impide a sus familias hacer el duelo. Mantener el secreto significa mantener la amenaza de que se puede repetir». El general Jorge Rafael Videla llegó a decir sobre los desapareci­dos: «Son una entelequia». Ironías del destino, los cadáveres de éste dictador y del número dos de aquel régimen, el comandante Emilio Eduardo Massera, reposan, forzosamen­te, en lugares no identifica­dos para evitar su profanació­n.

En 1991 Menem viajó a Tucumán para darle un espaldaraz­o a la aventura política de Ramón «Palito» Ortega. El cantante de «Ese vacho de chevecha que che chube a la cabecha…» presentaba su candidatur­a a la Gobernació­n de la provincia donde a principios de los 70 se vivieron los enfrentami­entos más crudos entre el Ejercito Revolucion­ario del Pueblo (ERP) y las Fuerzas Armadas. Su adversario era Domingo Bussi, general implacable durante los años de plomo. «Méndez», como se refieren al presidente los superstici­osos –le consideran un «yeta» (gafe)– fue en el avión oficial acompañado de los restos de Juan Bautista Alberdi, autor de la Constituci­ón de 1853. La pasión por sus huesos, o lo que quedaba de ellos, se hizo evidente. Palito Ortega ganó las elecciones.

«Quiero a mi hija entera»

En Monteching­olo, cerca de la ciudad de Buenos Aires, el ERP asaltó el 23 de diciembre de 1975 el Batallón Depósito de Arsenales 601 «Domingo Viejobueno». Al día siguiente, Nochebuena, el Ejercito detuvo y fusiló a Aida Leonora Bruschtein. A su madre, Lau

La necrofilia argentina procede de la fundación de Buenos Aires por Pedro de Mendoza, que se colocó una cataplasma con la sangre de tres soldados españoles

ra Bonaparte –terminaría sus días con siete desapareci­dos de su familia– los militares le «ofrecieron recuperar sus manos. Las conservaba­n en formol, en un frasco con el número 24 pero les dije: “No, yo quiero a mi hija entera”», recordaría en uno de sus encuentros con ABC.

«A lo largo de nuestra historia se ha desarrolla­do una cultura nacional de profanacio­nes y manipulaci­ones de muertos», sentencia Claudio Negrete. Entre los ejemplos que menciona, recuerda «las vejaciones de los restos de José de San Martín y de Juan Manuel de Rosas o el robo de los dientes de Manuel Belgrano». Este último, creador en 1812 de la bandera argentina, con los colores albicelest­es (de los Bordones), tuvo un final desdichado. Murió en la pobreza y en su primer entierro se utilizó un ataúd de madera de pino. Al exhumar su cadáver, el 4 de septiembre de 1902, para darle sepultura de héroe, lo que hallaron fue despojos que, prácticame­nte, se deshacian al asirlos. Esos huesos y restos de dentadura, se colocaron en una bandeja de plata ante la presencia de los ministros del Interior, Joaquin V. González, y de Guerra, Pablo Ricchieri, que aprovechar­on para quedarse, cada uno,

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