Lo que va del martini al meconio: vida y obra de David Gistau
«El penúltimo negroni» (Debate) recoge los mejores artículos del periodista
Al poco de empezar en el oficio, a David Gistau lo mandaron a un crucero de lujo a escribir un reportaje para la revista «Paisajes», de Renfe. Eran otros tiempos, por supuesto, cuando el dinero no nacía de los árboles, pero sí en las redacciones, y las historias se cazaban en la calle y no en la red. El caso es que estando allí, en el restaurante de a bordo, acompañado por Jorge Berlanga, al futuro columnista, a la sazón veinteañero y barbilampiño, suponemos, le dio por gritar «¡Iceberg!» y ponerlo todo patas arriba, o abajo. Eso no lo vio venir ni David Foster Wallace. La anécdota la recuerda Manuel Jabois en el prólogo de «El penúltimo negroni» (Debate), y se la adjudica a Javier Yanes, que la rescató en la elegía que le dedicó al periodista en su muerte, allá por febrero de 2020, un acontecimiento comparable al hundimiento del Titanic, o casi. Así nacen las leyendas, que no son más (ni menos) que gestas contadas una y otra vez. «El penúltimo negroni» es una recopilación de artículos y columnas (dóricas, jónicas, corintias) de Gistau, aunque bien podría leerse como la autobiografía que dibujó para esos extraños llamados lectores, porque la vida propia da para juntar muchas palabras, y porque el carácter siempre se filtra entre líneas. Ahí van dos ejemplos. «Quién nos habría dicho que los dedos de sostener Dry Martinis acabarían manchados de meconio, y que no importaría, que no habría nostalgias de otra vida. Quién nos habría dicho que el sosiego repentino de un niño insomne que se acurruca junto a tu piel entregándose contendría muchas más emociones que todos esos viajes postergados», confesó en «El Mundo» en marzo de 2010. Nueve años antes, en «La Razón», celebraba la aventura como si fuera el protagonista de una película de David Lean: «El propósito: cruzar a Afganistán por las bravas y a caballo a través del paso de Dorah, una grieta en la muralla mineral que circunda la ciudad norteña de Chitral y desborda hasta el otro lado de la frontera».
Lo que pasó entre un día y otro, entre el martini y el meconio, es lo que testimonia este libro: la conversión del hijo cabreado con el mundo, del huérfano adolescente, en padre enamorado (enamoradísimo) de sus cuatro criaturas. Eso fue de la mano, claro, de su evolución profesional. Asistimos a sus inicios como cronista desatado y mordaz, embebido por un cierto malditismo, y seguimos su evolución hasta llegar a su final, ya asentado como columnista estrella, poseedor de un verbo preciso y afilado que utilizaba para atravesar la actualidad y llegar al fondo del asunto del día. Hay en sus palabras una constante búsqueda, una depuración constante en la que nunca perdió ni el madridismo, ni su humor, punto de partida de su mirada.
Orden temático
Los textos no están ordenados, menos mal, de forma cronológica, que suele ser la forma más aburrida de abordar las cosas. David Lema, responsable de la selección, ha optado por bloques temáticos a los que ha dado títulos sugerentes que no necesitan mucha explicación: Rosebud; Gistau, desencadenado; Rocanrol reglamentario; Cómo ser Norman Mailer; Psicosis en Chamartín y en el cuadrilátero; Figurante de guerra.
Habla de la amistad, Gistau, de las pasiones atávicas e intelectuales (con sudor y sin sudor), de los placeres efímeros, de la memoria. Cita a Camba y a Umbral, sin ser él nada de eso. Alude a Hemingway, a Norman Mailer y a Graham Greene, entre otros ídolos, porque aún mezclándolo todo (Tolstói con Matamoros, valga el caso) cree en algunas jerarquías. La toma con la impostura, con la ingenuidad, con la mentira. A veces muerde con fuerza y hace sangre, el hombre lobo: «El agrietamiento de la unidad española no lo va a evitar la invitación Zetapé al beso colectivo, sino un estadista». Dicen que hizo lo que quiso, y parece ser así: será que la verdadera libertad es el talento.
La recopilación de sus textos da buena cuenta de la variedad de registros que manejaba Gistau