ABC (Sevilla)

El trabajo, su mejor herencia

Armando Rozados Mazquiaran Llevó con una gran sonrisa el trabajo extra que supuso ser vicedecano del colegio de Ingenieros Técnicos

- LUIS ROZADOS PÉREZ Y TODA SU FAMILIA

unque de ascendenci­a navarra y gallega y nacido en el norte, sus casi 70 años en Andalucía y sus 57 en Sevilla, lo hacían un sevillano más. «Uno es de donde pace, no de donde nace», decía siempre, con esa voz fuerte y un acento que nunca perdió.

Afincado desde su llegada en el Porvenir y con la familia Jiménez de cicerones, se impregnó de esta ciudad que lo envolvió totalmente. Se hizo del Betis, de la Virgen de La Paz y de la Feria, donde además de colaborar muchos años en su montaje, por su profesión de Ingeniero Técnico, la disfrutaba desde las previas hasta el último día. Y eso lo transmitió a sus hijos y nietos, ya sevillanos y ejerciente­s, como él decía.

Sus muchos años como vicedecano del colegio de Ingenieros Técnicos, adicional a su trabajo en la empresa privada, le supuso un esfuerzo añadido, que siempre llevó con esa sonrisa suya tan caracterís­tica y con ese sentido del deber marca de la casa. Toda una generación nacida en la Guerra Civil y criado en la postguerra, han tenido esos elementos comunes. Un sentido del deber, del esfuerzo continuo, un amor por el trabajo, el deseo de superarse y dar a su familia mucho más de lo que él tuvo, empezando por un plato de comida, que como

Asolía decir, «nunca debe faltar en la mesa». Esos son los valores que siempre inculcó a su familia, sus hijos, nueras y nietos, por no decir de su «Chati», gaditana de raza, pero sevillana de adopción como él.

Siempre exigente, duro cuando había que serlo, que solo con el paso del tiempo unos hijos se dan cuenta de eso, pero blando, noble, con su sonrisa eterna y sentimenta­l hasta emocionars­e con una noticia de un telediario…

Siempre nos transmitió que el estudio, el esfuerzo, el trabajo, la responsabi­lidad y el sentido del deber, eran «su mejor herencia» y hasta que no consiguió encarrilar a sus hijos no paró de exigir. Luego empezó a disfrutarl­o, como solo lo saben hacer las personas satisfecha­s con el deber cumplido. Ahora empezaba a inculcarlo en sus nietos, pero con menos intensidad, más bondad y más experienci­a que antes, «ahora ser duro os toca a vosotros», decía de forma socarrona.

Leí hace poco que una vida se mide, en función de las personas a las que has ayudado a tener una vida mejor. Las innumerabl­es llamadas, mensajes e incluso personas del barrio de toda su vida que, estos días, nos han parado por la calle para contarnos su anécdota con él. Porque hasta el último momento su paseo por el barrio, su café de las 11 con sus amigos, su ABC en su quiosco y sus recados, que él se había impuesto como su ritual diario, su obligación.

Y eso en estos tiempos de despedidas en la soledad de un tanatorio, sin que ni siquiera la familia mas directa puedan acompañarl­o, es mucho y según esa medición, indican que su vida fue plena.

Presumía de haber sido alférez de Complement­o del ejército de Tierra y los que hemos pertenecid­o a ese cuerpo, conocemos esa hermosa canción para honrar a los caídos. «La muerte no es final». En estos momentos, tras pasar con él sus últimos días y hasta su último aliento, cada vez entiendo más esa letra. Nadie que esté en nuestros pensamient­os y nuestros corazones se irá definitiva­mente y será el final, será otro estado. Por desgracia este mal que nos acecha, se está llevando a una generación especial, que no debemos nunca olvidar.

Nosotros nunca te olvidaremo­s, papá. Un beso y gracias por todo.

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