ABC (Sevilla)

Sin aditivos

Los tres pilares de esta industria alcalareña han sido el trigo duro de la Vega, sus aguas subterráne­as y los molinos harineros

- Los

Ordóñez se dispone a hornear un acemite, pieza grande de 750 gramos elaborada con la misma masa esponjosa del tradiciona­l mollete. Abajo, en el círculo, las piezas dentro del horno lletes pequeños, redondos, difícil de distinguir cuando aún están calientes si son miga de pan o de magdalena, a las diez de la mañana los ha vendido todos.

«Yo no sé hacer pan industrial, eso lleva azúcares y mucha química para que la fermentaci­ón aguante la congelació­n», asevera Ordóñez mientras hiende el cuchillo superficia­lmente por la pieza de pan que prepara para dejarla en la bandeja de hornear. «El mío sólo tiene levadura, agua, sal y dos clases de harina, la panadera para los bollos y la de barco para las vienas y los molletes», argumenta. Antonio explica las diferencia­s, «la primera lleva más trigo duro, es excelente, sólo se da en los campos de cereales de la Vega del Guadalquiv­ir, los italianos se pirran por ella para sus pastas; la de barco es importada y descargada en los puertos, por eso se llama así, también se la conoce como candeal, es más floja, produce una masa más esponjosa».

Para entrar en la tahona de los Ordóñez, como en todas las antiguas, hay que bajar una pequeña pendiente, la misma por donde los borricos traían antes la leña en sus angarillas y los mulos sacaban los canastos de pan cubiertos de una tela elaborada a partir de los sacos de harina para no perder el calor. El horno se encontraba al fondo y en la fachada que daba a la calle, el despacho. Como muchos panaderos vivían en la planta de arriba, esta se convertía en una especie de farmacia de guardia los fines de semana o festivos, para que la gente preguntara a última hora de la tarde si había quedado algo de pan. El primer alimento natural, si tomamos sus siglas, ha sido la tabla de salvación de muchos estómagos en épocas de crisis.

Antes de que las máquinas amasaran con sus brazos en espiral, existían las sobadoras, mujeres que hacían las diferentes piezas a mano. Antonio Ordóñez se acuerda de ellas y menciona de corrido tantos nombres y apellidos que este redactor, embriagado con el olor de los primeros molletes que salen del horno no logra apuntar. Para que éstos estén tan blandos, previament­e se les ha sometido durante media hora a vapor de agua en una cámara cerrada. El hornero sabe que los que destina a las cafeterías tienen que estar más claritos para terminarse bien de tostar cuando se sirvan en los desayunos. Al mollete grande, de 750 gramos, le llaman acemite, voz que no hay que ser un lince para intuir que proviene del árabe hispánico; significa flor de harina. Porque para que se diera este auge panadero en Alcalá —el trigo estaba cerca, sus minas de agua subterráne­a existían ya en tiempos de los romanos—, faltaba la tercera pata de los molinos y estos estaban presentes en su río y sus riberas desde época nazarí. Hoy, solamente en el cauce que discurre por el pueblo, están datados 21, algunos verdaderas joyas patrimonia­les únicas en el mundo. También las fábricas de harinas de Alcalá han pasado a mejor vida. Muchas tenían sus propias panaderías. En el recuerdo colectivo de un pueblo, La Modelo, La Raíz, la de los Portillo o San Joaquín.

Ordóñez, es consciente de que cuando se jubile no se volverá a encender más el horno. No hay ni familiares ni descendien­tes que quieran seguir con esta tradición, algo fácil de entender si se tiene en cuenta su horario y calendario. En esta profesión está prohibido ponerse malo, se descansa los cuatro días al año que no se hornea: la noche del 24 por Navidad, la del 31 de diciembre, Viernes Santo y el domingo de feria local. La jornada comienza a la una y media de la madrugada y termina sobre las nueve o diez de la mañana, dependiend­o del volumen de ventas. «En verano podemos descansar un poco más porque la gente viaja a la playa —explica—, pero ahora de aquí salen unas 400 piezas diarias». Traducido en sacos de harina son seis de 25 kilos. Mientras mueve la rueda para girar la plataforma refractari­a hace un poco de historia de la evolución del horno: «Esto fue un gran avance, en los antiguos o morunos, la carga de leña era lateral y la flama entraba directamen­te a la bóveda, había que estar continuame­nte cambiando el pan de sitio, al principio más cerca del fuego y luego alejándolo según se cocía. Las piezas grandes las primeras, cuando el fuego estaba más vivo, las pequeñas las últimas. Con estos que se mueven de forma circular se ahorra tiempo, porque reparten el calor desde el fondo por igual mediante unos ladrillos también refractari­os debajo de la plancha. Éstos duran unos 20 años y yo ya los he cambiado dos veces», sonríe tras confesar que entró con 14 años en el horno, tiene 60 y 46 de oficio.

Lo que no se explica es por qué en este trabajo tan esclavo y dependient­e no se organizaro­n mejor en cooperativ­as. «En el 92, con la Expo, como se calculaban mayores ventas, intentamos alternar los cierres para que siempre hubiera pan del día y poder hacer vida familiar; duró dos semanas», se lamenta. Tampoco fueron capaces de ponerse de acuerdo con los precios y con la entrada en la Unión Europea son libres. «Hay una recomendac­ión de la federa

En las masas precocidas hay que añadirle química para que aguante la congelació­n

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FOTOS: R. MAESTRE

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