ABC (Sevilla)

SENTIR LOS COLORES

- POR JUAN CARLOS GIRAUTA

No aparece en el horizonte una izquierda organizada leal al sistema del 78. Alguna voz aislada se oye de vez en cuando, pero la izquierda articulada ha caído toda en la tentación fatal.

Sus mejores mentes tienen que advertirlo

AN interioriz­ados están los esquemas futbolísti­cos en la política que ya apenas lo notamos. Pero sin considerar el fenómeno, pasarlo a la conciencia crítica y soportar el sonrojo de lo evidente será imposible soñar siquiera con salir algún día de este insustanci­al antagonism­o por colores, camisetas implícitas, mensajes motivacion­ales de los propios, hinchadas torpes, pérdida de sutileza y muerte de la responsabi­lidad en favor de enunciados huecos de autoafirma­ción, y del espectácul­o sobre las ideas. Quizá resulte innecesari­o recordar que reconducir algo al fútbol (y a cualquier otro deporte competitiv­o, pero fútbol es fútbol) lo convierte en un juego de suma cero. Lo que gana uno siempre lo pierde el otro. Punto.

Dados dos partidos, dos bloques ideológico­s o dos sensibilid­ades sobre la cosa pública, la lógica futbolísti­ca se impondrá siempre que una de las dos partes quiera. Por supuesto, con mayor razón se adultera lo político si ambos se deslizan por el tobogán del antagonism­o. Pero lo que hay que retener es que la degeneraci­ón ocurrirá igualmente, y no será menor, cuando una sola de las partes lo decida.

Ocurrió con Zapatero. Entró en la historia de España con una «Nueva Vía» que le dio el liderazgo del PSOE. Era una vía vacua, sí, un trasunto insípido de la Tercera Vía de Giddens, que tampoco iba muy allá. Como fuere, inspiró entre 2000 y 2002 una posición que, aunque casi nadie lo recuerde, apuntaba al entendimie­nto nacional. Estrategia conciliado­ra que le valió el apelativo de «nuevo Sagasta». Hasta el chapapote. Aquel joven con tanto «talante» sin adjetivar interpretó la primera gran crisis del aznarismo como punto de inflexión. Ahí nace el personaje que conocemos, el que sin cambios ejerce de propio del autócrata venezolano, el muñidor del acercamien­to PSOE-Podemos. En 2002, el otrora silente diputado por León, el inesperado vencedor del XXXV Congreso Federal de PSOE, renun

Tció a una nueva era de alternanci­a, abjuró de cualquier leal oposición y se dispuso a abrir viejas heridas. Unas que habían empezado a cicatrizar en España (no así en el hispanismo anglosajón) tan pronto como en la campaña del PCE por la reconcilia­ción nacional ¡de junio de 1956! Y que acabaron de cerrarse formalment­e en algún momento entre la Ley para la Reforma Política y la primera legislatur­a de Felipe González.

El Zapatero que va del «Nunca Mais» al «Pásalo» representa la renuncia a una relación ordenada de las dos grandes fuerzas nacionales, el abandono de un reparto pacífico del juego, a la europea, basado en la aceptación de reglas de conducta comunes capaces de preservar los consensos constituci­onales.

La segunda parte de esa deserción democrátic­a la encarnaría Sánchez. Triste continuida­d en la deriva que no sería evidente en un primer momento. Doy fe, personalme­nte, de que el primer Sánchez, así como casi todo su equi

Lo sabemos por el sanchismo «El poder aglutinant­e del enemigo común es formidable, no hay pegamento igual»

po de confianza, se manifestab­a dispuesto a parar los pies a los nacionalis­mos y mostraba la misma desconfian­za hacia Podemos que hoy día adorna a cualquier político de lo que, con pereza taxonómica, llamamos «la derecha». Y eso era así porque Sánchez todavía considerab­a infranquea­bles las barreras protectora­s de los grandes consensos que habían permitido a nuestra nación gozar de la más larga etapa de libertad y prosperida­d que recuerdan los siglos.

Será su dimisión, forzada por sus compañeros en octubre de 2016, la que desencaden­ará al Sánchez partidario del antagonism­o por principio. Un perfil que había comenzado a apuntar con el «no es no» a la abstención en la investidur­a de Rajoy. Vio llegado el momento de enseñar los dientes a un par de grandes empresas a las que atribuía su caída, y de preparar una gira en coche por la piel de toro donde apelaría a la militancia sin intermedia­rios. Movimiento calcado al que había aupado al poder a Zapatero, contra todo pronóstico, dieciséis años antes.

Los partidos de implantaci­ón territoria­l limitada, o los que estiran las costuras del sistema, son por naturaleza proclives a entender y practicar la política como relación amigo-enemigo. El problema llega cuando es una de las formacione­s fundaciona­les de nuestra democracia la que se entrega con entusiasmo a tal pecado civil, de teorizació­n schmittian­a. Una formación que dejó su impronta en la Constituci­ón, que perdió vidas en manos de la ETA, que ha gobernado entre 1982 y 1996, entre 2004 y 2011 y de 2018 hasta hoy. Veinticuat­ro años, de momento. Más que nadie. No aparece en el horizonte una izquierda organizada leal al sistema del 78. Alguna voz aislada se oye de vez en cuando, pero la izquierda articulada ha caído toda en la tentación fatal. Sus mejores mentes tienen que advertirlo. Cabe suponer, sin embargo, que, una vez dividida España en dos al modo de la Cataluña del procés, el golpe y el cisma social, prefieren mantener su disidencia al ralentí porque primumvive­re.

La prueba del nueve de que el sanchismo es un régimen: tal como ha sucedido durante tanto tiempo en Cataluña, la crítica del adepto no se tolera sin castigo (ostracismo profesiona­l, señalamien­to en los medios del régimen), salvo que venga envuelta, precedida, seguida y moteada, de una crítica aún mayor al otro. A su pasado cuando no hay a mano motivos presentes, a su estilo cuando no hay hechos criticable­s, a su forma de hablar, a su salud mental, a lo que sea. El envoltorio, inequívoco, dice: por encima de todo «soy de los nuestros», como lo demuestra el rechazo que me provocan los colores del contrario. El poder aglutinant­e del enemigo común es formidable, no hay pegamento igual. Lo sabemos por el fútbol y por el sanchismo.

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