La partida de los 13 millones de audiencia
Nunca se vieron más tableros en Sevilla que durante los dos meses que duró el duelo entre Kárpov y Kaspárov, porque se jugaba en los bares, las terrazas, los parques y las peluquerías de los barrios
Aunque nunca sabremos cuántos millones de televidentes asistieron en directo a la muerte de «Chanquete» el 7 de febrero de 1982, en la historia de la televisión española se han batido tantos récords de audiencia, que sería posible improvisar un apretado ránking de los programas más vistos. Así, en primer lugar, tenemos un episodio del «Un, dos, tres», que en 1987 superó los 20 millones de espectadores. Luego siguen la final del Mundial de Sudáfrica de 2010 (15,6 millones) y la final de la Eurocopa de 2012 (15,4 millones); pero aunque suene inverosímil, por encima de la participación de Rosa en Eurovisión 2002 (12,7 millones), de la gala de la primera edición de Operación Triunfo en 2001 (10 millones) y del desenlace del primer Gran Hermano en 2000 (9,1 millones), se sitúa cerebral, la última partida del Campeonato Mundial de Ajedrez, que en 1987 enfrentó en Sevilla al campeón Gari Kaspárov con el retador Anatoli Kárpov, y que fue seguida por 13,2 millones de espectadores. ¿No es como para reconciliarse con el género humano?
Kaspárov y Kárpov, soviéticos ambos, llegaron a la última partida de las 24 reglamentarias con una mínima ventaja del aspirante, aunque en caso de empate a 12 partidas, el campeón mantendría su corona. En la URSS la Perestroika ya había comenzado a bajar el Telón de Acero para horror de la vieja stalinista, y aquella tensión la encarnaron los dos ajedrecistas rivales que se retaron en Sevilla: el camarada Kárpov -representante de la guardia vieja del PC- y el joven Kaspárov, abanderado de los nuevos tiempos reformistas que terminaron liquidando a la URSS. De mi infancia peruana recordaba con nitidez el encarnizado campeonato que enfrentó al americano Bobby Fischer con el soviético Boris Spassky (la prensa mundial bromeaba con supuestos telegramas que el le enviaba a Spassky, anunciando el empeoramiento de la salud de su madre después de cada partida perdida), pero los recuerdos más vívidos del mundial sevillano no son precisamente los del Lope de Vega, sino los de una Sevilla convertida en un hervidero de ajedrecistas furibundos.
Nunca se vieron más tableros, que durante los dos meses y pico que duró aquel duelo, pues se jugaba en los bares, las terrazas, los parques y las peluquerías de los barrios. En los institutos de secundaria se jugaba en los patios y en las salas de profesores; en la Universidad de Sevilla profesores y alumnos se retaban de forma recíproca; lejos de los estadios se jugaron ardorosos derbis secretos entre ajedrecistas palanganas y verdiblancos, y hasta en las peñas flamencas se hizo famosa una partida
Alfaguara Madrid, 2020
A diferencia de sus libros anteriores sobre Flaubert, Víctor Hugo, Arguedas, Onetti o García Márquez, la presente obra nos dice más sobre la obra y figura del propio Mario Vargas Llosa, que sobre los libros y la personalidad de Jorge Luis Borges. No estamos ante un estudio que pretende dilucidar las claves de la escritura borgeana, sino ante un homenaje muy personal, constelado de humildad, asombro y admiración. Se trata del elogio de un Premio Nobel de Literatura hacia la obra de otro escritor que merecía haber ganado el Premio Nobel de Literatura. Por eso Mario Vargas Llosa abre
con una nota de 1963, que el novelista peruano pone sobre la mesa para dejar testimonio de su admiración. Óscar Wilde aseguraba que ejercer la crítica literaria era una forma de escribir nuestra autobiografía, y tiene incluso más de autobiografía que de crítica literaria, pues Vargas Llosa no duda en admitirlo: «a diferencia de lo que me ocurre con otros escritores que marcaron mi adolescencia, nunca me decepcionó; al contrario, cada nueva lectura renueva mi entusiasmo y felicidad, revelándome nuevos secretos y sutilezas de ese mundo borgiano tan inusitado en sus temas y tan diáfano y elegante en su expresión».