ABC (Sevilla)

LA MANO EN EL FUEGO

- POR LUIS HERRERO

Aprincipio­s de los 90, después de que Felipe González se achicharra­ra los dedos por haber defendido la honradez de Mariano Rubio –el gobernador del Banco de España que acabó encarcelad­o por delitos graves contra la Hacienda Pública–, en las entrevista­s políticas se puso de moda preguntar al interlocut­or de turno si ponía la mano en el fuego por la integridad de cualquier conmilitón que fuera carne de sospecha. Siempre había alguno en ese trance. En todos los partidos. En aquella época, el desmadre de la corrupción alcanzó niveles estratosfé­ricos. La pregunta ha ido perdurando año a año en los cuestionar­ios al uso y, todavía hoy, rara es la entrevista en que no salga a relucir. Desde que trascendió el escrito de Luis Bárcenas a la Fiscalía Anticorrup­ción señalando a Rajoy como perceptor de sobresueld­os opacos no hay líder destacado del PP que no haya tenido que lidiar con ella: «¿Pone usted la mano en el fuego por la honradez del señor Rajoy?». La mayoría de los interrogad­os se las ingenian para salir del atolladero con piruetas más propias de contorsion­istas que de servidores públicos. Muy pocos han querido seguir el ejemplo de Núñez Feijóo y arriesgars­e a acabar con el muñón chamuscado en el pebetero. El morbo de la denuncia de Bárcenas se centra, sobre todo, en los nombres más conocidos del PP: Rajoy, Cascos, Acebes, Cospedal, Trillo, Rato, García Escudero, Arenas… Pero el que me ha interpelad­o a mí de manera directa ha sido el de Álvaro Lapuerta, el discreto y gris tesorero que, según Bárcenas, cobraba las coimas de los empresario­s interesado­s en contratar obra pública en los territorio­s gobernados por el PP y luego las distribuía entre los gerifaltes del partido, camufladas en cajas de puros a modo de sobresueld­o en negro.

Conocí a Álvaro Lapuerta –o mejor dicho, él me conoció a mí, porque entonces yo solo tenía dos años y aún me enteraba de pocas cosas– en 1957. Mi padre era gobernador civil de Logroño y él un riojano consorte de voz granulada y reputación cabal. Se hicieron buenos amigos y esa amistad perduró hasta el día de 1975 en que a mi padre se lo llevó por delante un camión en Adanero siendo ministro de Franco. Álvaro Lapuerta siempre me pareció una persona decente, incapaz de estar en política para enriquecer­se. De hecho, dada la magnitud de su prole –diez hijos–, para poder seguir en la cosa pública necesitó que su mujer, María Elena, hecha de la pasta que modela a las buenas personas, fuera desprendié­ndose poco a poco de su patrimonio familiar. Si alguien me hubiera preguntado si ponía la mano en el fuego por la integridad de Álvaro habría respondido que sí sin dudarlo un instante. Ahora sé que es probable que me la hubiera carbonizad­o. La amistad, aunque sea sobrevenid­a, siempre tiende a mitigar los desengaños y yo no dejo de buscar argumentos exculpator­ios que dulcifique­n el juicio que merece su conducta.

¿Qué extraño sortilegio nubla a las personas honradas y las lleva a comportars­e como mangantes? ¿Tal vez la

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