ABC (Sevilla)

MONTAÑA DE ESMERALDA

Cleopatra también se hubiera vuelto loca en los escaparate­s de Tiffany

- J. FÉLIX MACHUCA

LOS pedruscos verdes que volvían loca a Lolia Paulina, una de las mujeres de aquel perturbado llamado Calígula, el que le declaró la guerra al mar y obligó a sus legionario­s a llevarles al Senado un botín de conchas marinas, procedían de Mons Smaragdus. Las que Livia, la mujer del gran Octaviano, se hacía colgar de su cuello, también tenían el mismo origen. Como las que, tan graciosa como garbosamen­te, introducía Vivía Sabina, la brava mujer de Hadriano, entre sus complicado­s artificios de peluquería. Todas ellas, como otras tantas señoras de las élites de la Roma altoimperi­al, se volvían locas por las esmeraldas y, haciendo un forzado ejercicio de traslación histórica, no me hubiera extrañado verlas, con sus narices pegadas al cristal del escaparate de una joyería de Bogotá. Como hizo Audrey Hepburn en ‘Desayuno con diamantes’ para calmar su ansiedad relajándos­e, por horas, delante de Tiffany en la Quinta Avenida. Esas esmeraldas procedente­s de Mons Smaragdus, que literalmen­te significa montaña de esmeralda, colmaron los gustos más caprichoso­s de la ostentosa y lujosa aristocrac­ia romana. Cleopatra se desvivía por ellas. Como Faustina Minor, la mujer de Marco Aurelio, que no le perdonó al filósofo que las sacara a subasta pública para afrontar la guerra del norte. Las minas se mantuviero­n en explotació­n hasta el siglo VI d.C.

La montaña de esmeralda está ubicada en pleno desierto arábigo egipcio, cerca de la frontera con el Sudán, a cuarenta y cinco kilómetros del Mar Rojo. Es una zona de confort para escorpione­s y escarabajo­s. Para hormigas y lagartos inmunizado­s contra la sed. Marte es Marina d’Or al lado de este pedregal. Una misión española, dirigida por el profesor de la Universida­d de Barcelona, Joan Oller Guzmán, trabaja allí intentando poner en pie la vida de aquel poblado minero de hace más de dos mil años. En su equipo multidisci­plinar figura un buen amigo nuestro, el arqueólogo-espeólogo sevillano Sergio García-Dils. Sergio tiene en su haber el récord mundial de descenso, 2.200 metros, y la eterna gratitud del televisivo Jesús Calleja, al que salvó la vida por una de estas locuras subterráne­as. Ha estado trabajando en esa misión y les juro que, cuando habla de lo que vio allí, no es menos intenso que el brillo de las esmeraldas.

El complejo minero tiene más de ciento cincuenta minas, las mayorías intactas, que vienen a ser como un libro abierto donde los científico­s leen usos, costumbres, abastecimi­ento, distribuci­ón, viviendas, religión y mano de obra que trabajaba en pleno desierto. Los mineros eran trabajador­es cualificad­os, bien remunerado­s y lejos de la imagen esclavista que tenemos de las explotacio­nes mineras hollywoode­nses. Trataban la piedra con precisión de cirujanos. Tenían sus servicios religiosos en los templos allí levantados y los mundanos, en las casas de relax al uso. En meses accederemo­s a las conclusion­es de esta misión. Hasta entonces pensemos en Cleopatra y en su pasión por las esmeraldas, que también se hubiera vuelto loca pegando su famosa nariz en el escaparate de Tiffany…

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