LA INSOPORTABLE LEVEDAD DEL EGO
Un ser espiritual es alguien destinado a vivir para siempre, en contra de lo que le ocurre al ‘ego’, abocado a morir, cuando termine la dimensión temporal humana de cada uno
TODOS sabemos somos y estamos dispuestos a manifestarlo a cualquiera que, con interés legítimo, nos lo pregunte. Tenemos un nombre y unos apellidos determinados, somos hijos de un padre y una madre, poseemos una serie de conocimientos y habilidades como fruto de estudios superiores, medios, o experiencias y aprendizajes profesionales; vivimos en un determinado lugar en el que hemos nacido o no, y ocupamos un puesto de trabajo, de mayor o menor nivel; en definitiva, tenemos un «curriculum» que, en cualquier momento, podemos exhibir.
Pero, ¿sabemos también somos? Puede que en ningún momento nos lo hayamos planteado porque nos parece obvio; pero, como nos recuerda el psicoanalista B. Bettelheim, en su obra ‘El arte de lo obvio’, lo obvio es lo más difícil de ver para el ser humano. Muchas veces consideramos obvio aquello que no sabemos explicar y lo damos por sabido para no meternos en un hipotético jardín que nos supera. ¿Somos simplemente un conjunto de músculos, nervios, arterias, huesos y reacciones químicas?
Por el contrario, cada día percibimos algo en nuestro interior que es capaz de observar e incluso enjuiciar nuestros propios pensamientos. ¿Qué es eso? ¿Será algo relacionado con el hecho de que sigamos siendo la misma persona a pesar de que vayamos cumpliendo años, cambiando físicamente y atravesando las diferentes etapas de crecimiento humano? ¿Qué es eso que no cambia ni envejece?
Tradicionalmente, algunos pensadores han utilizado el término ‘testigo’ o ‘consciencia’ para denominar lo que percibimos como inmutable en nuestro interior; de lo que afirman: no somos lo que sabemos de nosotros, sino ‘eso’ que observa lo que sabemos de nosotros.
La definición de ser humano que aporta el científico jesuita Theillard de Chardin puede ayudarnos a entender algo más lo que venimos exponiendo: «No somos seres humanos con una dimensión espiritual, somos seres espirituales con una dimensión temporal humana». Esa es nuestra más radical identidad.
Qué pequeño se queda entonces todo lo que podemos afirmar de nosotros en cuanto a méritos, títulos, posesiones, linaje, etc. Ante ese descubrimiento, qué importa ser más o menos agraciados, altos, bajos, jóvenes o viejos.
Hemos llegado a la levedad del ‘ego’ que emerge cuando nos identificamos con nuestro pensamiento —aliado de aquél— y, por ello, sin entidad ni vida propia. Por eso necesita alimentarse, en una carrera desenfrenada, de poder, tener y fama, para hacerse la ilusión de que realmente vive. El ‘ego’ pretende que sepamos más que nadie, que nuestra verdad sea la verdad absoluta, que seamos los primeros en todo y que todos nos admiren; no obstante, tiene una función importante, en cuanto nos identifica social o profesionalmente. El problema surge cuando nos identificamos absolutamente con él en lugar de con nuestra verdadera identidad de seres espirituales.
Las consecuencias que pueden derivarse de este conocimiento tienen que ver, entre otras cosas, con el respeto que se merece cualquier ser humano, sea cual sea su condición, en tanto que se trata de un ser espiritual (con una dimensión temporal humana) igual que cada uno de nosotros. Y un ser espiritual es alguien destinado a vivir para siempre, en contra de lo que le ocurre al ‘ego’, abocado a morir, cuando termine la dimensión temporal humana de cada uno.
Otra consecuencia sería la necesidad de «alimentar» el espíritu con aquellos ingredientes que contribuyan a lograr la plenitud del ser humano; el fin que muchos consideran hoy la verdadera meta del vivir. Quizás por eso, se aprecia en nuestra sociedad un aumento cada día mayor de personas que practican meditación, en cuanto ejercicio de aplacar la mente (cualquier persona que medite puede enseñar cómo) para estar en condiciones de percibir la profundidad de nuestro espíritu; desde una posición de creyentes, como buscadores del Dios que nos habita, o, simplemente, como experimentadores de la paz que esa práctica proporciona, capaz de cambiar la irritabilidad, por mansedumbre; la fantasía loca, por estar en la realidad; la insolidaridad, por empatía; el vacío interior, por plenitud; y, en definitiva, de encontrar la fuente, experimentable, de felicidad y crecimiento como persona, que no tiene límite.