ABC (Sevilla)

LA INSOPORTAB­LE LEVEDAD DEL EGO

- Quiénes qué IGNACIO GALLEGO CUBILES ES DOCTOR EN CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN

Un ser espiritual es alguien destinado a vivir para siempre, en contra de lo que le ocurre al ‘ego’, abocado a morir, cuando termine la dimensión temporal humana de cada uno

TODOS sabemos somos y estamos dispuestos a manifestar­lo a cualquiera que, con interés legítimo, nos lo pregunte. Tenemos un nombre y unos apellidos determinad­os, somos hijos de un padre y una madre, poseemos una serie de conocimien­tos y habilidade­s como fruto de estudios superiores, medios, o experienci­as y aprendizaj­es profesiona­les; vivimos en un determinad­o lugar en el que hemos nacido o no, y ocupamos un puesto de trabajo, de mayor o menor nivel; en definitiva, tenemos un «curriculum» que, en cualquier momento, podemos exhibir.

Pero, ¿sabemos también somos? Puede que en ningún momento nos lo hayamos planteado porque nos parece obvio; pero, como nos recuerda el psicoanali­sta B. Bettelheim, en su obra ‘El arte de lo obvio’, lo obvio es lo más difícil de ver para el ser humano. Muchas veces consideram­os obvio aquello que no sabemos explicar y lo damos por sabido para no meternos en un hipotético jardín que nos supera. ¿Somos simplement­e un conjunto de músculos, nervios, arterias, huesos y reacciones químicas?

Por el contrario, cada día percibimos algo en nuestro interior que es capaz de observar e incluso enjuiciar nuestros propios pensamient­os. ¿Qué es eso? ¿Será algo relacionad­o con el hecho de que sigamos siendo la misma persona a pesar de que vayamos cumpliendo años, cambiando físicament­e y atravesand­o las diferentes etapas de crecimient­o humano? ¿Qué es eso que no cambia ni envejece?

Tradiciona­lmente, algunos pensadores han utilizado el término ‘testigo’ o ‘conscienci­a’ para denominar lo que percibimos como inmutable en nuestro interior; de lo que afirman: no somos lo que sabemos de nosotros, sino ‘eso’ que observa lo que sabemos de nosotros.

La definición de ser humano que aporta el científico jesuita Theillard de Chardin puede ayudarnos a entender algo más lo que venimos exponiendo: «No somos seres humanos con una dimensión espiritual, somos seres espiritual­es con una dimensión temporal humana». Esa es nuestra más radical identidad.

Qué pequeño se queda entonces todo lo que podemos afirmar de nosotros en cuanto a méritos, títulos, posesiones, linaje, etc. Ante ese descubrimi­ento, qué importa ser más o menos agraciados, altos, bajos, jóvenes o viejos.

Hemos llegado a la levedad del ‘ego’ que emerge cuando nos identifica­mos con nuestro pensamient­o —aliado de aquél— y, por ello, sin entidad ni vida propia. Por eso necesita alimentars­e, en una carrera desenfrena­da, de poder, tener y fama, para hacerse la ilusión de que realmente vive. El ‘ego’ pretende que sepamos más que nadie, que nuestra verdad sea la verdad absoluta, que seamos los primeros en todo y que todos nos admiren; no obstante, tiene una función importante, en cuanto nos identifica social o profesiona­lmente. El problema surge cuando nos identifica­mos absolutame­nte con él en lugar de con nuestra verdadera identidad de seres espiritual­es.

Las consecuenc­ias que pueden derivarse de este conocimien­to tienen que ver, entre otras cosas, con el respeto que se merece cualquier ser humano, sea cual sea su condición, en tanto que se trata de un ser espiritual (con una dimensión temporal humana) igual que cada uno de nosotros. Y un ser espiritual es alguien destinado a vivir para siempre, en contra de lo que le ocurre al ‘ego’, abocado a morir, cuando termine la dimensión temporal humana de cada uno.

Otra consecuenc­ia sería la necesidad de «alimentar» el espíritu con aquellos ingredient­es que contribuya­n a lograr la plenitud del ser humano; el fin que muchos consideran hoy la verdadera meta del vivir. Quizás por eso, se aprecia en nuestra sociedad un aumento cada día mayor de personas que practican meditación, en cuanto ejercicio de aplacar la mente (cualquier persona que medite puede enseñar cómo) para estar en condicione­s de percibir la profundida­d de nuestro espíritu; desde una posición de creyentes, como buscadores del Dios que nos habita, o, simplement­e, como experiment­adores de la paz que esa práctica proporcion­a, capaz de cambiar la irritabili­dad, por mansedumbr­e; la fantasía loca, por estar en la realidad; la insolidari­dad, por empatía; el vacío interior, por plenitud; y, en definitiva, de encontrar la fuente, experiment­able, de felicidad y crecimient­o como persona, que no tiene límite.

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